lunes, 24 de julio de 2017

“Mala letra” de Sara Mesa



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No pensaba hacer la reseña de este libro de cuentos de Sara Mesa, pues me ha pasado con él lo mismo que con los libros de otros autores españoles. Que me dejan a medias. No sé si porque compartimos país, maneras y costumbres, con lo que ir más allá es arriesgar, es ser atrevido, osado, es no callar nada, es tener que tirarse de cabeza sin saber si hay agua o no, es escandalizar y quitando a Enrique Vila Matas que lleva jugándosela, ahora ya no, maestro indiscutible del salto a ninguna parte que siempre encuentra la manera de caer de pie, desde sus inicios, los demás se quedan en la falda de la montaña que tiene en su cima a Cheever, Carver, Borges y tantos otros y tan pocos compatriotas, ahora recuerdo alguno pero guardo los nombres por no herir susceptibilidades, presuntuoso que soy.
No pensaba pero me he encontrado con el último cuento, “Mustélidos”. Esplendido.
He notado en el resto de los cuentos del libro la intención, he valorado la sugerencia, las medias palabras, esa forma de escribir que deja al lector desasistido, para que buenamente, lo que pueda, sea él quien escriba su propio cuento. Pero estaba notando que Sara Mesa me dejaba muy lejos de sus intenciones, que ocultaba más de lo que contaba, a eso me refiero cuando líneas atrás pedía más osadía en la creación.
Voy a poner un ejemplo de cómo pienso que Sara Mesa se queda corta para después poder mostrar en todo su esplendor la precisión y la diana conseguida con “Mustélidos”.
En su cuento “Picabueyes” narra a través de un incidente que le pasa a una niña, dando un paseo en bicicleta, cómo, desde que adquirimos conciencia, nos damos cuenta de lo imposible que resulta explicarlo todo, porque no encontramos las palabras, porque no confiamos en quién escucha, porque tememos señalarnos, porque nos supondría un coste elevado y optamos por no dar explicaciones, mentir o inventar. Porque además a veces ni nosotros mismos acertamos a explicárnoslo, ¿Y? ¿No podía haber  ido un poco más allá? No quedarse ahí, en una tarde de verano en que las tías que cosen y escuchan la radio-novela son el mundo, y nuestra protagonista un polluelo desorientado. ¿Qué ha pasado tras el paso de los años con esa niña? ¿No podía una ejecutiva de una multinacional encontrarse en una reunión decisiva y al mirar a sus compañeros de congreso rememorar aquel incidente de la bicicleta y quedarse muda, como con sus tías, fracasar y perder el trabajo de su vida? Volver a casa sin el trabajo y no saber cómo explicarle a su marido lo sucedido. No sé. Pongo un ejemplo. Así el cuento queda muy abierto. Se escapa por entre los huecos de los dedos emocionales de cada uno de los lectores.
Todo lo contrario de “Mustélidos”. Nada está atado en el cuento, pero hay que ser muy lerdo para no entrever una esplendida reflexión de lo que significa escribir, y por ende crear, y por ende vivir. Como a veces parece que disponemos de herramientas poderosas pero sin libro de instrucciones y bastante tenemos con no darnos un martillazo en los dedos al tratar de fijar la punta de nuestras intenciones.
El dialogo que, a causa de un viaje de trabajo, se entabla entre dos compañeros es la mesa de debate y encuentro, preguntas sin respuestas, entre dos personas que sólo se han dado la una a la otra, parte de lo que son y mantienen oculta aquella que precisamente es más nuestra, la que permitiría al otro estar más cerca de nosotros. Pero no todos pueden hacerlo. Los escritores no pueden, por ejemplo. Los creadores en general, tampoco. El resto del mundo, en particular, tampoco. Siempre hay un resquicio por el que se escapa algo. Y por ese resquicio siempre hay alguien que mete el hocico. Y pregunta. Y no hay respuestas.
En este cuento se trata de una escritora y un hombre racional que no entiende como su compañera de trabajo escribe lo que escribe, lo llega a calificar de enfermizo. Y claro, ella no tiene respuestas. Por eso escribe. Por eso pregunta, a su vez. Tan iguales y tan distintos. Como los mustélidos. Un libro de cuentos con una guinda estupenda.

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