domingo, 27 de enero de 2019

“El mar” de John Banville



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John Banville parece decirnos en esta novela que la vida es como el juego de la Oca, de muerte en muerte y vivo porque me toca.
El protagonista de esta historia, tras la muerte de su esposa, se refugia en un lugar en el que pasaba los veranos  de su infancia y donde vivió la muerte por primera vez y seguramente de manera más impactante y no sólo por ser la primera si no por la forma en que sucedió y sus protagonistas.
Pero todo esto lo sabemos al final, justo en la última página, casi en la última frase. Banville es un maestro en eso. Y no porque sea un escritor más del pasado, o que recurre al pasado como mera argucia narrativa, no, Banville es el escritor del pasado por antonomasia.
Todos los escritores escriben y el pasado está presente, o bien en la trama o en el tramador. Es inevitable. Hasta los escritores de ciencia-ficción cargan con el pasado. Pero Banville se alimenta de él. Se lo puede imaginar uno encima de la página en blanco embebido en sus recuerdos y después pasándolo al papel. Es la virtud del gran creador, que casi no deja nada a la racionalidad cuando crea. Todo es puro sentimiento, emoción.
Hay peces o animales del agua que necesitan salir de vez en cuando al aire para respirar o para oxigenarse y los hay que nunca salen. Pues bien, Banville es un pez abisal del pasado cuando escribe. Y en su prosa brillan esas extrañas luces y esas formas tan sugerentes, tan mágicas y fantásticas que se necesitan para poder vivir en esas profundidades.
Por eso es tan minucioso en sus descripciones, tanto que en vez de abandonar el presente y sumergirse en el pasado, consigue desplazar ambos tiempos. Con sus narraciones no nos movemos, el convierte el presente en futuro y el pasado en un presente embelesado, dorado por los rayos de la memoria que se reflejan en nuestros corazones.
Si el corazón del lector late armonizado con el de Banville, todas las escenas se iluminan y cargan con tu propio pasado. Tal es el poder de la prosa de John Banville.
Cualquier detalle del presente es buena razón para viajar hacia atrás. Los mimbres de la cesta del pasado tienen su solera, están cuajados y ya sólo queda armar con ellos lo más próximo a nuestro deseo,

“La verdad es que uno podría volver a vivir otra vez toda su existencia sólo con que pudiera esforzarse lo suficiente en recordar”,

Dice su protagonista. Creo que si sustituimos el “pudiera” por “quisiera”, tendríamos el plan de esta novela y de alguna otra de este autor.
Al narrador de Banville que no se corta a la hora de increparnos, tampoco le duelen prendas cuando nos muestra como usa el pasado para formarse en el presente.
El narrador ahora, en este presente, es uno y del pasado extrae unas circunstancias, unos hechos que al rememorarlos, y verlos con una nueva luz, de regreso al presente ya lo ha convertido en otro. Y ese nuevo otro se enfrenta a este presente de forma diferente. Y así. Este viaje de ida y vuelta se convierte en una salida a las angustias y los dolores del presente y de rebote convierten al pasado en una farmacopea donde hurgar y conseguir nuevos recursos para enfrentar el presente.
Todo ello dirigido por la mente de un narrador que asoma lo justo para que sepamos que todo es paliativo.
John Banville, un escritor católico, creyente o no, a vueltas con todo lo pecaminoso que esta religión cataloga y que paradójicamente sirve de urdimbre a nuestra vida. Y a su literatura.
Lo han comparado con Nabokov. Bueno, se parecen todo lo que se puede parecer un cruzado y un cosaco. Se divierten guerreando, uno con Fe y el otro con vodka. Sin necesidad de ser creyente ni de ser alcohólico.

“El vicio del poder” de Adam McKay (2019)



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Las caricaturas son esos dibujos que realzan del objetivo, generalmente una persona, aquello que le es más propio, que es sobresaliente en él, que es casi en algunos casos sobrenatural, increíble, irreal.
Pues bien, eso está haciendo Adam McKay, al menos en las dos películas suyas que yo he visto, y que le han dado justa y merecida fama. Si en “La gran apuesta” se escenificaba una delirante carrera en pos del dinero con dialogos extremados, actitudes de guiñol y personajes rozando el comic, en ésta, “El vicio del poder”, la intención es la misma, pero en vez de buscar dinero, buscar poder. ¿Para qué? No se sabe, nadie lo sabe.
Detrás de estas dos películas entreveo a un hombre flipado, estupefacto por como la vida cotidiana norteamericana fluye a pesar de la gente que la dirige. Ambiciosos, crueles, ineptos, infantiloides, borrachos, que si bien se mira ya existían en la Edad Media, en las cavernas, es decir siempre.
Y esa extrañeza es como un reto para Adam McKay, que lo plasma en una película para que se vea por todo el mundo y a ver qué pasa.
Pues no pasa nada. Habrá que esperar a la próxima. A ver si es capaz de conseguir que nos preocupemos, nos alarmemos y votemos a otros partidos y otros dirigentes. Aunque no deja de ser una amarga ironía que mientras vemos al garrulo que interpreta Christian Bale y al estúpido que da vida Sam Rockwell, Donald Trump esté gobernando el país.
Nos pone Adam McKay las fotos de los bombardeos, las de las victimas de esas guerras tan gratuitas que estos dos personajes promovieron y uno parece oírle decir ¿Qué más queréis, que desde la pantalla os salpique la sangre, oler cuerpos desmembrados con los intestinos reventados? Porque eso es lo que los seres desalmados que dirigen este mundo suelen ir causando.
Se rinde de alguna manera cuando al final del film decide que el protagonista se vuelva para la cámara y nos pida cuentas, a nosotros, a los que le votamos y lo pusimos ahí. ¿Y para qué me pusisteis? ¿Para qué? Se/Nos pregunta él.
La última canción de la banda sonora es la guinda del pastel.
Pero aún así siguen acudiendo las abejas a un panal de rica miel. Tantos que Trump quiere construir un muro. Esto no hay quién lo entienda. De ahí las caricaturas de Adam McKay.
Para acabar, si no se le da a Christian Bale el “Oscar al mejor actor”, o es que hay otro actor por ahí que lo hace colosal o definitivamente “Los Oscar” son una mierda de premios. Está prodigioso. Gestos, muecas, actitudes, un trabajo memorable. En justa reciprocidad al magnífico trabajo de maquillaje, otro Oscar.
Una obra maestra. Y no sólo de cine.

viernes, 11 de enero de 2019

“Ida” de Paweł Pawlikowski (2013)



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Pawel Pawlikowski ya ha conseguido su estilo de hacer cine. Sus películas tienen ese sello individual que las diferencia del resto y que las convierte en “sus películas”. De las últimas cuatro que son las que yo he visto, incluso las que podíamos calificar como menos de él, “Mi verano de amor” y “La mujer del quinto”, todas son introspectivas, misteriosas, ensimismadas en detalles, con planos lentos, largos y muy sugerentes.
Y digo que son menos de él por una razón muy simple. Las otras dos andan a vueltas con su país, Polonia, y su tiempo o su tiempo ligeramente anterior a él, segunda mitad del siglo XX, la postguerra.
 “Cold War” y “Ida” tienen a Polonia como escenario, la segunda guerra mundial y su efecto, la guerra fría, como detonante creador. Y las dos tocan temas ya super-llevados al cine. El amor romántico destruido por causa de la guerra y llevado a la tragedia griega de “Cold War” y la búsqueda de los seres queridos, del pasado familiar junto con las miserias de nuestros semejantes en la segunda.
Hago la reseña de “Ida” porque su desenlace me parece más moderno y acorde con nuestro tiempo que  “Cold War” que no deja de ser un poco una tragedia shakesperiana.
Creo que el blanco y negro de esta película es un absoluto acierto, era necesario, Imprescindible para acompañar los desolados y fríos espacios que vemos y la desesperanzada historia que queda después del holocausto. Mientras en “Cold War” puede ser una licencia artística en “Ida” es sustancial.
La protagonista recorre el camino de la curiosidad, sin pesar, fríamente hasta un familiar que aún ocupando un puesto eminente en el nuevo país surgido de la guerra es, sin embargo, el más frágil y el que termina sucumbiendo ante los hechos. Es el personaje, a mi modo de ver, protagonista de la cinta. Es lo humano de la historia. No hay esperanza para ella.
El desenlace, a pesar de venir de la mano de una Fe, cosa poco moderna hoy, es actual: la búsqueda de la esperanza en un camino propio, dejando al margen las soluciones colectivas y masificadas.
El cine de Pawel Pawlikowski es un cine de largo recorrido, muy fotográfico, lleno de detalles y nada complaciente con todo aquello que no rebasa un nivel de exigencia emocional alto. Que por otro lado es lo que vamos buscando al cine los espectadores. Emoción antes que entretenimiento. ¿Y eso?, se preguntara alguien. Pues muy fácil, la emoción es lo más entretenido que hay.