lunes, 23 de julio de 2018

“La forma del agua” de Guillermo del Toro (2017)


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Cada vez se hace más necesario valorar el arte desde el punto de vista técnico, por un lado, y desde el propio valor artístico, por el otro. Es decir, el espectáculo y la sustancia. La forma y el fondo. Una voz afinada, potente y de amplio recorrido no tiene que venir acompañada de originalidad, de textos de calidad, etc., etc. Lo mismo pasa con la pintura. Uno puede pintar cuadros impresionistas de técnica perfecta… pero el impresionismo nació hace un siglo.
En  esta película, Guillermo del Toro demuestra que es un cineasta de un nivel altísimo. Su film está brillantemente dirigido en cualquiera de los aspectos que se quieran contemplar: Guión, interpretación, montaje, fotografía, casting… no veo ningún fallo en esta proyección.
Técnicamente perfecta.
Artísticamente, es otra cosa.
Primero el tema: La Bella y la Bestia. O quizás aquella en la que Tom Hanks se liaba con una sirena. Hasta me parece que tiene una denuncia por plagio de una obra de un autor premiado con el Pulitzer.
No hay nada nuevo en esta historia. Lo anecdótico que supone las características de los personajes no es suficiente. La ambientación en la guerra fría… ¿Qué decir?
Resumiendo, técnicamente impecable; artísticamente, irrelevante.
Sin embargo se ha llevado un montón de premios. ¿Se premia el oficio, no el talento; la artesanía, no el arte? No lo sé.
No quiero descalificar la película. Hay films que tocan temas manidos pero en su forma me atraen por su originalidad en el enfoque, por su interpretación de los hechos, por la fotografía oscura y sugerente. Pero no encuentro nada de eso en esta película. Sólo que está irreprochablemente bien hecha. Nada más. Para mí no es suficiente. Otros, puede que sea lo único que esperan. Entretenimiento mondo y lirondo.

sábado, 14 de julio de 2018

“Mentira” de Enrique de Hériz



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Los lectores no están todos en las mismas condiciones para leer algo, igual que no están en las mismas condiciones para escuchar música, ni para degustar un plato, ni para mirar un paisaje… es decir, cada individuo es una unidad propia con unas características determinadas y una sensibilidad y unos conocimientos muy suyos que le permitirán mirar la vida de una forma personal e intransferible. Es decir, habrá lectores que seguramente se han distraído, divertido, aprendido con esta novela. Yo, en la adolescencia, me lo pasaba pipa con las novelitas del Oeste de Marcial Lafuente Estefanía y las policiacas de Keith Luger y Silver Kane.
Pero a la hora de hacer una reseña no hay más remedio que tomar una cierta distancia, componer una perspectiva histórica y tener unos conocimientos de lo que es la historia de la literatura. Desde esta posición, tengo que decirlo, los escaparates de  las librerias españolas, de la mayoría, son escaparates de productos a la venta. Punto. Y una librería no es eso. Y un libro no es un producto que hay que vender. Un libro es una obra de arte. Hay jamones y chorizos y quesos que son más obra de arte que algunos libros.
A este libro de Enrique de Hériz le sobran unas cuatrocientas páginas de las  seiscientas y pico que tiene.
Pongo un ejemplo.
Escribe el autor: “Escribo estas palabras rumbo a Barcelona, en el vuelo 6112 de Iberia, calculo que faltan un par de horas para llegar. Limbo, transmigración, resurrección. Conozco todos los nombres de este estado intermedio. Ayer estaba muerta en la jungla, hoy estaré viva en Barcelona”.
Creo que hubiera bastado con: “Escribo estas palabras en el vuelo. Ayer estaba muerta en la jungla, hoy estaré viva en Barcelona”.
Lo de que “faltan un par de horas para llegar” es puro lastre. Así ninguna historia vuela. Se arrastra.
Hemingway, Chejov, Carver, James, los dos, y tantos otros ya lo sabían. ¿Tenemos que volver a las andadas?
Es esta novela una historia plana en la forma y plana en el fondo. Sin intención reseñable, de baja intensidad, nada original y nada creativa, que se mueve no por unos caminos ya transitados si no trillados. Hasta hay un cuento tipo “las mil y una noches”. A estas alturas. Un cuento emplastado, sin documentación. Un poco lo que le pasa a la jerga marinera que transita irregularmente por la narración mostrando las huellas que ha dejado el autor documentándose, con poca naturalidad y nada creibles. Cuento y jerga al servicio de la funcionalidad de sumar y sumar páginas. Y no digo nada de los supuestos conocimientos de antropología de la protagonista. Nada menos que de una antropóloga de prestigio mundial. Ni un segundo me lo he creído. Verdad es que el autor se echó en su momentos sobre la espalda  un atarea de documentación colosal que no sé si por las prisas o por incapacidad no ha transmitido. Herman Melville sí pudo. Por poner un ejemplo.
Los personajes no tienen una personalidad clara, todos son el narrador. Sólo hay una voz en los dialogos.
Novela fallida y prescindible. Se titula “Mentiras” y titulándose así cuando uno ha leído a Thomas Bernhard, espera otra cosa. “Mentirijillas” hubiera sido más apropiado. El autor nos muestra mentiras y ocultaciones pero de personajes de cartón piedra.
Si a esto le añado que a la vez que la leía, estaba leyendo “Radiaciones” de Ernst  Junger y “La broma infinita” de David Foster Wallace, saquese la cuenta.
Aún así estoy dispuesto a aceptar que hay lectores que se lo han pasado muy bien leyéndola. Pero eso es otro tema. Yo hablo de literatura, de arte, no sólo de entretenimiento.

domingo, 8 de julio de 2018

"Animal Kingdom" de David Michôd (2010)


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Podía haberse desarrollado la historia en una familia de abogados, de médicos o de comerciantes pero se desarrolla en una familia de delincuentes y desequilibrados porque la tesis que muestra la película debía cumplirse y además en las condiciones más desfavorables y poco atractivas.
Se ha clasificado la película como un drama- thriller, y lo es, pero también un ejemplo de estudio antropológico de lo poderoso que es el sentido de pertenencia y de tribu.
David Michôd escribe el guión y dirige la película con claridad meridiana sobre un tema que aparentemente ya se ha tocado en bastantes películas, por ejemplo la estupenda “Down Terrace” de Ben Wheatley. En la misma campaña comercial se dice que es la respuesta australiana a “Uno de los nuestros” de Scorsese, y tiene parecido pero no es lo mismo.
Lo que diferencia este film de otros semejantes en cuanto al universo en el que transcurre es que aquí hay una línea narrativa poderosa que no queda subyugada a la acción y lo que acaece, si no que es la viga maestra que sostiene lo que sucede.
Un joven pierde a su madre por sobredosis y al quedarse solo vuelve a casa de su abuela, donde ésta, fantástica la interpretación de la actriz en su papel de matriarca, lucida y resignada, le da cobijo en su hogar en el que viven también sus tios que se dedican a los variados trapicheos, incluido el asesinato. La policía anda tras ellos.
A partir de ese momento se le planteara al joven la disyuntiva de qué lado escoger, si el regido por las reglas y las normas legales que le permitirá tener una existencia dentro de la sociedad, o el otro de la tribu familiar, a la que pertenece y donde tiene su origen.
David Michôd no cesa de ponerle obstáculos en un lado y facilidades en el otro, en un intento de que triunfe el buen sentido, pero al final se cumple la tesis y el sentido de pertenencia a través de unos hechos terribles, fríos y sangrientos acaba triunfando en un final que hiela la sangre.
Un auténtico reino animal que acaba o que sigue su curso con el consabido “un nuevo macho, joven y poderoso ha llegado”.
De lo mejorcito que he visto en películas sobre familias criminales.