sábado, 30 de junio de 2018

“Cuentos reunidos” de Bernard Malamud



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Resulta paradójico que una de las culturas más restrictivas, que ha hecho de su religión no una norma de vida ni de gobierno si no de existencia, tenga cómo una de sus características más acusada y valorada el que surjan de su seno los más grandes voceros literarios, y artísticos en general, que ninguna otra cultura pueda mostrar.
Unos voceros en el buen sentido de la palabra que han proporcionado a los amantes del arte momentos de diversión y fruición incontables.
Unos voceros que se han manifestado en todas las direcciones posibles, pero siempre enredados con el lugar de procedencia: La cultura judía.
De entre todos estos voceros, para mí, indudablemente los de más valor son aquellos que parecen haber salido de esa cultura “escopeteados”. Los más señalados en el cine y en la literatura.
Philip Roth, Saul Bellow en la cúspide de esa pirámide de irreverencia, maravillosa ironía y saludable mala leche. Cuantas veces los judíos ortodoxos los deben haber maldecido sin parar en que sólo hay reacciones furibundas ante ataques irracionales y constrictores, muy irracionales y constrictores.
Bernard Malamud no llega a este nivel de rebeldía y critica pero indudablemente su obra está impregnada de esa cultura.
Sus cuentos reunidos muestra un amplio abanico en el que no sólo se ve su trayectoria literaria que va del arraigo en lo costumbrista hasta, en los últimos, la semblanzas ficcionadas de personajes señalados, Alma Mahler y Virginia Woolf, pasando por cuentos en que la fe lleva a los personajes a vivir fantasías ultrasensoriales, si no que muestra con ese hacer la trayectoria vital de la emigración, que empieza con la llegada de judíos a Estados Unidos antes de la diáspora causada por los nazis, son cuentos de judíos artesanos y comerciantes, sobre todo, que intentan abrirse camino en USA, viviendo en cuchitriles infectos, con vidas familiares penosas, para pasar por los judíos que llegados durante la segunda guerra mundial buscan cobijo en el país americano para acabar mostrándonos a los judíos que tras la guerra viajan por Europa con sus profesiones universitarias y disfrutando de una cierta holgura económica, aunque igual que los demás, todos enganchados a su “ser judío”. Y cuando no es así y no hay ni un judío en el cuento, o al menos no se explicita, en el cuento está presente toda la moralidad trasnochada y castrante de esa religión. Como por ejemplo en “Elección de profesión”.
El mismo Malamud que gozó de una existencia rica en contactos y amplia en cuanto al horizonte social a contemplar, ¿No era capaz de ver más que personajes judíos? ¿De reflejar su soledad existencial en medio de la cotidianidad más plana y decepcionante? ¿De no estar inmerso pero tampoco de prescindir de su “estar judío”?
En fin, un puñado de historias humanas pasadas por el filtro hebreo que no sólo sirve para conocer un poco más como las religiones a la vez que no garantizan nada en el más allá, nos castran en el más acá. Y a la vez un puñado de historias en que también queda retratado el autor. Cuentos como espejos.

sábado, 23 de junio de 2018

“Loving Pablo” de Fernando León de Aranoa (2018)



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Fernando León de Aranoa es un director comprometido con  su tiempo que tiende a reflejar siempre problemáticas actuales y siempre con solvencia y con una lectura del asunto que trate sin dogmatismos ni maniqueísmos. Pero paradójicamente su mejor película, a mi parecer, fue aquella en que la problemática era individual y no social. “Familia” fue para mí un goce. Inesperada, emocionante, fresca, original.
Meterse en películas comprometidas obliga al arte a alinearse con el compromiso y la realidad, lo que lo convierte en servidor y no en rey. El Guernica de Picasso es un ejemplo.
En “Loving Pablo” hay muchas lecturas. La primera y principal: Lo corrompida que está la sociedad colombiana y por extensión la sociedad occidental. Seguida de un corolario: Cuando una sociedad es injusta y no hay igualdad de oportunidades, los miembros de la misma con capacidad y que se sienten frenados en sus aspiraciones, maltratados por dicha sociedad, salen por, crecen donde pueden.
Pablo Escobar, pues de su encuentro y relación con los poderes políticos de su país y con una célebre locutora televisiva trata el film, no dejó que una sociedad clasista le indicase cual era su lugar, humillándolo y maltratándolo, y se rebeló utilizando las drogas y su tráfico para medrar.
Que se pueda ver esta película y ver en ella como los políticos se corrompen y que todo siga igual, es el peligro de estar siempre denunciando. Acaba siendo una letanía. El ser consumista se adecua, se adopta la corrupción como un aspecto de la existencia y sigue para adelante.
¿Cuántas películas sobre la corrupción se han hecho? ¿Y de qué ha servido? ¿Qué ha pasado? ¿Para qué seguir haciéndolas?
No lo sé. Me imagino que Fernando León de Aranoa lo sabe.
Javier Bardem, el mejor actor español del momento con diferencia, de una capacidad transformadora increíble, borda el papel. Y no sólo porque camaleónicamente su cuerpo se haya adaptado a la imagen del narcotraficante si no porque sus gestos, su actitud, son reflejo de un enorme trabajo de adecuación del actor a su personaje y de un esfuerzo que ha tenido que ser agotador. Penélope Cruz sin llegar al nivel de Javier Bardem, sale muy airosa del trance, funcionando en un registro que a mí me ha sorprendido. Lástima que el doblaje flaquee en algunos momentos. Es una Sofía Loren con un punto de fragilidad que le queda muy bien.
Si los directores se aplican hay grandes papeles cinematográficos esperando a Penélope Cruz. Resumiendo, una respetable película hecha por uno de nuestros directores más comprometido con la problemática actual a todos los niveles y que ha encontrado una vena comercial para expresar ese compromiso que no sé si es beneficiosa o no para su trabajo creativo. Aún no lo sé. Habrá que esperar más películas. Volveré a ver “Familia”. Y ya lo hecho unas cuantas veces. Nunca como la primera por la sorpresa, pero el sabor persiste.

domingo, 10 de junio de 2018

“Inventari de jubilacions” de Josep María Espinàs


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Siempre hay alrededor de mí, en la mesita de noche, en la mesa de la cocina, en la del salón, en la de la biblioteca, al menos un libro escrito en catalán y que por supuesto ha escrito un catalán.
Hace muchos años, casi desde que llegué a Catalunya, que uno de las primeras decisiones que tomé en relación al hecho de que esta era una parte de España en la que se hablaba otro idioma fue: No volver a leer a ningún autor catalán en otra lengua que no fuera el catalán, si es que escribía en esa lengua. Otra cosa son los escritores catalanes que escriben en castellano.
Fruto de esa decisión y no cerrarme a la cultura catalana es que hoy se puede decir que hablo catalán sin haberlo estudiado y que hago mis pinitos en la escritura.
Dicho esto, añadiré que hubo otras dos razones para hacerme con este libro. Una era el precio, gratis. Pues se está reformando el edificio donde está el ateneo del pueblo y no se sabía qué hacer con el fondo literario y se decidió que antes de donarlos, los habituales podíamos coger alguno. Y la tercera razón, el título.
Yo nunca había leído a Josep María Espinàs pero que el libro se llamase “Inventari de jubilacions” invitaba a pensar en un escritor que había ido dejando por el camino cosas, actitudes, creencias a medida que se había ido haciendo adulto, mayor, viejo y por qué no, más sabio. Ya saben, aquello de la sabiduría de los ancianos de la tribu. O sea, algo así como reflexiones desde “la última vuelta del camino” que diría Pío Baroja.
Y así es, Josep María Espinàs con un lenguaje claro, preciso, cargado con la tranquilizadora razón que da usar el sentido común, la ironía, algo de cinismo y mucha humildad, con su inteligencia ha pergeñado un libro que enseña muchas cosas de la vida. Cosas, que de seguirlas o ponerlas en práctica en plan colectivo, tendríamos un mundo seguramente mucho más vivible y menos estresante que éste. Un mundo sin dogmatismo, sin vanidad, donde el día a día, si se sabe mirar bien te va dando la senda a seguir.
Leer a Espinàs en este libro es como escuchar al anciano de la barba del que antes hablaba, al anciano que no ha perdido detalle, que no se cree ni el más listo ni el más tonto, que ha adquirido cuatro certidumbres a fuerza de padecer el paso del tiempo.
No costaría nada montar un curso, no sé si de literatura, antropología, sociología, filosofía, basándose cada clase en un capítulo del libro. Los adolescentes tendrían la oportunidad de aprender cosas que después posiblemente en la vida le evitarían traspieses y pérdidas de tiempo y energía. Les ayudarían estas lecciones a pensar por sí mismo. Y el profesor podría alardear por una vez de hacer de las clases, “escuela de la vida”. Aprender sobre el orgullo y la humildad, sobre la ambición, la timidez, tan de adolescentes, los amigos, la militancia política, el anonimato y la popularidad, la inseguridad, otra constante en la juventud, la sinceridad y la mentira y algo sobre la muerte. En fin, una lección de vida.
Josep María Espinàs lo ha escrito. Más no puede hacer. Gracias.