domingo, 15 de noviembre de 2015

Life feels Good de Maciej Pieprzyca (2013)




Preciosa y entrañable historia sobre la vida. La vida, desnuda y simple, como la de una bacteria o un virus. Vivir. Vivir. Como sea y en las condiciones que sea.
Es la aventura vital y real de un enfermo de parálisis cerebral que incapacitado para la comunicación y ante la ignorancia de sus familiares debe aguantar durante 26 años una existencia en la mayor de prisiones que puede haber y más pequeña. Su cerebro. Los barrotes de su cárcel no son unos trozos de hierro rodeándole o unas instalaciones que no le permitan disfrutar de lo que se puede llamar “libertad cotidiana”, si no que sus barrotes son unos débiles y finísimos filamentos que indóciles y rebeldes se han declarado en huelga en su cerebro, impidiéndole simplemente ser.
Pero el cariño de su padre, entrañable personaje, siembra en él un mundo que a pesar de todo merece la pena vivir. Es la Polonia de Walesa, de la apertura democrática del país, pero para nuestro protagonista como si fuese el inicio del mundo. A su alrededor todo se desliza porque así tiene que ser. Todo está bien.
Son conmovedores sus intentos de demostrar que no es un vegetal. Ese pasador del pelo. Intentos que para cada uno de nosotros se repiten de manera incesante desde que nos levantamos cada día hasta que nos acostamos pero que a él se le presentan de lustro en lustro. Y nunca ante interlocutores avispados. Esa vecina adolescente que pasa por su vida como una desoladora oportunidad o esa voluntaria que lo utiliza de manera implacable para sus propios planes de venganza frente al padre. Hasta que llega la oportunidad de poder expresar por primera vez quién es.
Y por fin tomar decisiones y elegir conscientemente. Eso que hace a los seres humanos definitivamente distintos a cualquier otro ser vivo. Dónde quiero vivir y estar. Quién quiero ser.
Todo esto en un guión en el que no falta el sentido del humor, a pesar de todo. En el que hay escenas de una intensidad demoledora. La apetencia sexual que le sirve a nuestro protagonista para hacer chistes también sirve para construir una imagen de la impotencia más desoladora que pueda haber. O esa despedida de su primer amor por la rendija que deja la puerta al ras de suelo. O la toma de conciencia de su madre de que durante 26 años ha estado ignorando a un hijo al que ha dedicado toda su vida pero al que nunca supo entender. Y esas postales de su hermano marinero, que van llegando desde diferente partes del mundo, tan remotas para él como La Osa Mayor que su padre le mostró de pequeño.
No hay palabras para elogiar el trabajo de interpretación del protagonista que no sólo se mete mentalmente en el papel de un enfermo de parálisis cerebral dándole toda la veracidad y credibilidad posible si no que físicamente raya el prodigio con unas contorsiones que me estaban haciendo daño a mí en la espalda. Mención especial merece la escena que se desarrolla frente al tribunal que está examinándolo para evaluar su capacidad o incapacidad mental y en  la que el protagonista decide tomar las riendas de su destino. Memorable esa especie de baile de la cobra. Excepcional.
Y si van a ver la película no se pierdan los créditos del final, una costumbre muy popular en nuestros cines, pues se perderán la prueba del algodón de que esta historia ha merecido mucho la pena verla. Imprescindible. Aviso.

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