lunes, 17 de noviembre de 2014

Oh boy, de Jan Ole Gerster(2012)




 “…al igual que un hombre libre es, decimos, aquel cuyo fin es él mismo y no otro”
                                                                                                                                             Metafísica. Aristóteles
  
Esta sencilla película alemana, en blanco y negro, reflexiona sinceramente, sin aspaviento y sin ningún efecto especial sobre la esencia del hombre. Y llega a un diagnóstico claro: El hombre siempre está en guerra. Una veces incruenta y otras de una crueldad aniquiladora pero en ambos casos guerra.
Niko Fisher es un inadaptado que lo único que pretende es vivir lo más fiel posible a  sí mismo. Y la paradoja surge gigantesca y sorprendente. Intentar ser leal con sus sentimientos lleva al hombre a ser un “extranjero”.
Vivir la vida libre de prejuicios y de claudicaciones tiene un resultado evidente: El constante roce, cuando no encontronazo, con los demás.
La realidad no tiene parada en la que bajar o subir. La realidad siempre está en marcha. No va rápida pero no cesa. O te subes o vas perdiendo contacto con los demás viajeros.
El existencialismo de Niko es incorruptible. Una especie de tozudez suicida le lleva a deambular por Berlín sin oficio ni beneficio pero firme en su deseo de no ceder ante la constante ofensiva de los demás, que quien más o quien menos, han tomado posición y se han rendido.
Su novia le exige un posicionamiento que él es incapaz de encontrar para poder tener una relación estable. Resultado: Ruptura. Su nuevo vecino es alguien que quiere adaptarse pero no puede. Resultado: Partidas de futbolín consigo mismo en el sótano. Su amigo actor, de talento indiscutible, no acepta cualquier cosa. Resultado: Ruptura. Su amiga de la infancia, gorda y burlada, ahora es actriz de performance. Es delgada y parece que le va bien. Pero se sigue sintiendo gorda. Ha claudicado y forma parte de algo. Es una herida de guerra.
Su padre, al que lleva sin decir la verdad, que no es lo mismo que engañar, hace dos años es un triunfador que se ha plegado a lo convencional. Un hombre que ha aceptado la realidad, sin embargo cruel con sus sirvientes e impotente para contactar con su hijo. Pero que sin embargo tiene claro cuál es el escenario.
Desoladora película de actores comedidos, nada de histrionismos, de un neo-neo-realismo franco y limpio de excesos.
Al final, el dictamen. Sin guerra o con guerra, el resultado es el mismo. Si uno se enfrenta a la apisonadora llamada vida social, si no se cumplen las normas, sean beligerantes o no, el resultado es la soledad.
Niko lo ve en el viejo exiliado. No entiende nada de lo que pasa en Alemania después de 60 años en el extranjero, ni tan siquiera entiende el alemán.
Se muere en el hospital y Niko pregunta,
-¿No tiene familia?
-No tiene a nadie.
-Me puede decir cómo se llama.
-No, no puedo- dice la enfermera (Son las normas, ya se sabe protección de datos)
-Al menos, su nombre- insiste Niko.
-Friedrich- contesta la enfermera.
Niko, Friedrich. Sin guerra, con guerra. Hay que adaptarse.
 ¿Quién no ha elegido unos estudios sin saber lo que quería estudiar forzado por que había llegado el momento de ir a la universidad?
¿Quién no se ha dedicado a un oficio que no le placía porque había llegado el momento de ponerse a trabajar?
¿Quién no se ha casado porque había llegado el momento de casarse sin desearlo?
¿Quién no ha tenido hijos porque había llegado el momento de tenerlos?
En fin, quien no ha vivido lo que tocaba vivir.
Y si eso es así, ¿cuándo vivimos nuestra propia vida? La deseada, la sentida.
Y lo que es peor. ¡Qué pasa cuando no sabemos cuál es?
Ahí se acaba la película.
Niko nos deja, pensativo, sin respuestas. ¡Pobre muchacho!¡Pobres de nosotros!

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