Una reseña es poco para poder
transmitir la calidad y la intensidad de la literatura de Salter.
Escribió tardíamente sus obras
maestras, lo que no deja de ser algo razonable y entendible. Para saber de la
vida, a parte de la intuición y la perspicacia, la experiencia cuenta mucho, le
da solidez, certidumbre e inexorabilidad. Esta la escribió con cuarenta y siete
años. En un momento en que cincuenta años era ya la vejez. Si la hubiera
escrito hoy, a todos sus personajes les sucederían las cosas con diez años más.
Decir de qué va esta historia es
como a la hora de hablar de un individuo que entra andando, decirnos que está
vivo. Poco aporta, porque si es un recién llegado debe estar vivo. Decir que
va de la historia de un matrimonio a lo
largo de los años, a lo largo de su vida, de su existencia, es decir nada. Hay
muchos otros aspectos que nos llaman la atención, que nos subyugan.
Por ejemplo, ¿Quién es el narrador?
Este es un recurso muy utilizado por Salter, no aclarar quien cuenta la
historia. En este libro tampoco. Y por si fuera poca la indefinición, se
permite bromear y así se da el lujo, sólo en una frase en toda la narración, de
escribir:
“Se
divorciaron en otoño. Yo hubiera deseado que no sucediera….”.
¿Quién es ese yo? Ni idea, en el resto de la narración una voz divina,
que está en todo lugar y todo tiempo va dándonos sin un orden muy estricto
noticias de los personajes. Mezcla de
tiempos narrativos, irrupción inesperada de personajes, simultaneidad de
espacios y diálogos…
Adictivo, hipnótico, profundo,
ocurrente, creativo y con un conocimiento enorme de la naturaleza humana y su
discurrir por la vida.
Se podrían leer los capítulos de
este libro en el orden que a uno le viniese en gana. Cada capítulo un cuento,
sin cerrar, sin abrir, sólo de pasada, como la historia entera.
James Salter recorre todo el siglo
XX con su literatura. En él están Morante, Nabokov, Carver, Cheever, Roth y hasta Vila Matas.
Si Salter no hubiera sido anterior
a Carver se podría decir de él que personaliza a un Carver de regreso de su
viaje al límite, más allá del cual todavía no se ha podido ir, por lo que
algunos han regresado y otros se dedican a la autoficción y cosas parecidas.
Salter es de los que regresa.
Salter sabe de la vida y ama la
vida, eso se nota cuando cuenta cosas, nos acompaña por las esencias de los
deseos y las frustraciones. Podría escribir mal técnicamente, que lo que
contase sería igual de fascinante y enriquecedor.
Porque como dice de uno de los
personajes, quien sabe si autorretratándose:
“…ha llegado a un nivel profundo de
la mente, como la profundidad del mar donde se alimentan las ballenas. Debajo
de eso está la oscuridad, el frío, criaturas con dientes enormes que se devoran
entre ellas, muerte. Él ha llegado hasta ahí. Lo hace a voluntad. Percibe
estructuras en ese nivel, las estructuras básicas de la vida”
Su narrativa está llena de poesía,
“….El cielo estaba exhausto,
sangrado por el calor. En su contorno inferior había gaviotas posadas en
hileras, y sus patas pisaban tejados blancos como tiza….”
Con imágenes que te obligan a
detenerte y tomar aire,
“Los dientes de su boca barbada
eran perfectos; se asemejaban a las manos delicadas que traicionan a
aristócratas en fuga”
O como, cuando para describir a una
mujer en los últimos años de su juventud,
“Era como una cena suculenta dejada
en la mesa hasta el día siguiente”,
O,
“El tiempo se le había agriado, le
apestaba en los bolsillo”,
O,
“Muerdes una manzana y explota
contra los dientes, salpicando motas blancas como argumentos”
Lo que no le impide ser caustico y
con una pincelada poner las relaciones humanas en su cruda y justa realidad,
“-Sólo que es difícil creer en la
grandeza- dijo- Sobre todo en la de los amigos”
Donde dice amigos, dice seres
cercanos, incluido uno mismo. Ese conocer íntimamente, antídoto del amor, la
veneración y cualquier entrega irracional al otro.
Como dije en la reseña de otra obra
suya “Juego y distracción”, Salter es el “Henry James” del siglo XX,
perfeccionado y liberado.
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