Si uno mira pintura impresionista de diferentes pintores es
capaz de percibir el mismo aliento en cada uno de ellos. Tienen algo en común
pero son diferentes. Cada uno añade algún matiz que hace que merezca la pena la
contemplación de su obra. Hay una retahíla de escritores americanos que abarcan
más de una generación, que se han especializado en mirar la vida como un hecho
en el que cabe todo lo que pasa, y por ende todo lo que se les ocurre, y que ha
tomado la decisión de contarlo tal cual. Es un naturalismo pasado por la
naturalidad. No vale la extrañeza. Porque si te extrañas te estás perdiendo lo
mejor. Son una saga que mantiene una lucha a muerte con el subterfugio y la
ampulosidad, lo farisaico y la invención gratuita. No hay ningún tipo humano
que pueda resultar inadecuado a estos autores, porque los tipos inadecuados no
existen. Sólo en la fantasía de aquellos escritores que descargaban la historia
sobre, precisamente, la inadecuación de algún personaje y se dedicaban durante
páginas y páginas a justificarlo. Han florecido al amparo de esta
estrategias grandes obras que agotaron
el camino. Ahora toca hablar de ese pobre hombre y esa pobre mujer que todos
somos en realidad y sacar todo el jugo posible a la vida, nos toque lo que nos
toque. Se acabó de hablar de seres que triunfan o que fracasan. Aquí nadie
triunfa, nadie fracasa, todos viven, sienten.
A mí me es muy difícil saber dónde surge la chispa que
ilumina el camino seguido por esta saga de autores. Entre otras razones porque
puede que las chispas vengan de muchos puntos a la vez, algunos tan lejanos
como las que despedía Homero. Pero los nombres que brillan en este trayecto de
la historia de la literatura, Cheever, Carver, Chejov, Hemingway son indiscutibles.
Todos parecidos como los impresionistas y todos diferentes.
Primero, el narrador escribe “a pie de obra”, sea
omnisciente o sea el mismo o esté a tu lado. Segundo, vaya de lo que vaya la
historia, no hay lecciones, no hay moralejas, sólo seres humanos.
Acontecimientos. Retratos que el autor te muestra hablando, confesando sus más
intimas desazones, sus opiniones y rara vez el narrador se inmiscuye. Habrás de
sacar tus propias conclusiones.
Edith Pearlman está en esa tradición. Como Alice Monroe,
como Lucia Berlín. Piensas en ellas y tienes la certeza de que si se conocieran
serían amigas.
Cojamos el cuento más corto de esta colección. Se llama “El
linaje de la felicidad”. En él se narra un suceso que seguro que le ha pasado a
muchos niños. Llegas a una casa ajena y hay un perro, surge el malentendido y
sientes por un momento que el perro te va a devorar. Este es el escuálido
armazón sobre el que la autora monta una historia de amistad, entrega
profesional y devoción paterno- filial.
La narradora es la niña, hija de un médico rural al que
acompaña a algunas consultas externas. Confiesa la narradora que su padre
parece que sabe mucho pero en realidad lo que pasa es que sólo habla de lo que
sabe (estrategia), que tiene un amigo hipocondriaco que pretende ser auscultado
cada dos por tres a través del teléfono, lo que obliga en más de una ocasión a
ir de visita su casa(estrategia). Este amigo tiene un perro que se llama John
Marshall que a pesar de que le dicen que es manso y juguetón a ella le parece
tremendamente peligroso. Le dicen que no se asuste y corra que entonces sí que el
perro se irá sobre ella. Aún así ella, al verlo, corre y nos cuenta como se
imagina que es un gato que salta sobre el capó del coche para librarse del
animal, pero no es un gato y cae de bruces en el suelo, sobre unas hojas en las
que se introduce y puede sentir el latido de su existencia arbórea… mientras
que el perro se dispone a devorarla. Sólo que llega su padre, la coge en brazos
y la salva. Parece que no estaba muy asustada. ¿Estrategia para acabar en
brazos de su padre? No sé, cada lector juzgue.
La narración cerrada se acabó. El lector, lee y escribe a la
vez.
Aunque todos los cuentos tienen una factura parecida a mi me
ha deslumbrado el que se llama “Calle sin salida”. De hecho creo que es el
nombre que debería haber llevado esta colección de pequeñas joyas narrativas.
Porque este cuento es el diamante.
El retrato que Pearlman hace del personaje protagonista de
este cuento, Daphna, es de los que se le quedan a uno grabado para siempre. Esa vecina que te persigue camino del trabajo,
con la escoba en la mano, contándote los hechos más pintorescos, que te sigue
por las calles hasta acabar al otro lado del cristal de una cafetería en la que
al final has conseguido refugiarte en compañía de un amigo que al verla fuera
te pregunta si no es tu vecina y que contempla contigo como la hiperactiva
Daphna se liga a un policía local y lo convierte en parte de la ya gran familia
que tiene. Una familia que altera la vida de todo el vecindario que tiene sus
estrategias para evitarla pero que al final, cuando por razones de trabajo del
marido se tiene que ir del barrio, la narradora deja entrever lo mucho que van
a echar de menos esos soplos de vida desorganizada, descontrolada pero que
“hacían mucha compañía”. La maestría de Edith Pearlman en su plenitud. Sólo por
este cuento merecería la pena el libro.
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