Las historias son como el barro. Hay manos que lo convierten
en una obra de alfarería excelente y hay manos que sólo consiguen embarrarse. Y
esta historia era para embarrarse. El sentimentalismo, la exacerbación de las situaciones
podían dar para mucho lagrimeo pero cuando uno tiene claro el objetivo, y éste
es de denuncia sin olvidar la peripecia humana, la confección de la historia
discurre certera como un torno que gira y gira y sólo espera la mano experta
que llevará al barro a su forma imperecedera. Y hay mucho barro y mucha miseria
en la India.
De hecho las andanzas del joven adoptado, por su niñez y su
país de origen, se llevan una buena parte del film. Necesario, si lo que se
quiere es poner en evidencia el abandono, la indefensión y la miseria en la que
viven millones de niños en todo el mundo. Si se quiere poner en evidencia el
poder de las raíces, para bien y para mal.
Seguro que se podía haber ahondado más en el maltrato y la
explotación infantil, haber puesto imágenes más crueles, hechos más deleznables
pero no hubiera servido si no para teñir una elegante y contundente denuncia en
algo tan indigesto y repudiable como lo que denuncia.
No hay culpables a señalar en el film de lo que le sucede a
los niños en la India, porque seguramente no se trata de encontrar culpables si
no de encontrar soluciones. Y una de estas soluciones es la que contemplamos en
la narración de esta historia.
Después de pasearnos infatigablemente por la desmesura de la
India, que si no fuese por la cantidad de documentos que lo atestiguan, se nos
tornaría increíble y de ciencia-ficción, nuestro protagonista inicia una nueva
vida en Australia, pero como bien dice él en un momento de la película, “no soy
una página en blanco”, y llega un momento en que el pasado llama a su puerta y
ya no hay otro camino que el de retorno a lo que fue, a los seres que abandonó
y que se imagina echándolo de menos y sufriendo por él.
A penas un momento para reflejar el encuentro con su familia
hindú, lo justo para mostrar cómo se cierra una herida. Me imagino lo que podía
haber sido esta escena en unas manos embarradas por el negocio del cine y me
pongo a tiritar.
Cerrar la película con las imágenes de los personajes reales
es certeza en vena que impide soslayar lo visto como mero espectáculo.
Una película valiente por lo que denuncia y por cómo lo
hace, en la que brilla el niño protagonista y su madre adoptiva como pilares
de una tragedia que en el siglo XXI sigue seguramente manteniendo unas cifras
inamovibles desde hace siglos. Los niños son los más indefensos, así que…
Garth Davis ha encontrado el punto de equilibrio entre arte,
esos rostros hindús que en su candor y belleza encierran todo el misterio de la
India, esos paisajes agrestes y esas ciudades imposibles, y denuncia, el
maltrato y tráfico infantil.
Lo que tiene de emocionante y sentimental es lo mínimo Y se
agradece.
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