Salí de la proyección preguntándome qué pensaría el
espectador que habiendo visto la película no estuviera familiarizado con la
figura del escritor austriaco. Es muy posible que se haya aburrido y que no
haya captado lo que la directora ha querido contar. Porque da la impresión de
que los artífices de la película han tratado la historia como si Stefan Zweig fuese
tan conocido como Vargas Llosa o Camilo José Cela y sus vicisitudes pasto de la
memoria universal. Y no es así, a pesar de que en su momento fue el escritor
vivo europeo que más libros vendía y en los últimos tiempos la editorial
Acantilado ha tenido a bien ponernos al día en cuanto a su producción
literaria.
De todas las maneras, a mí, que sí estoy al tanto de la
importancia de este escritor en el mundo de las letras y que he leído bastantes
de sus novelas, biografías y su excelente autobiografía, “El mundo de ayer”, no
me aburrió pero me ha parecido innecesaria.
¿Qué intenta decirnos la directora? ¿Qué quiere plasmar?
Desde luego no narrar los hechos que acaecieron mientras la historia
transcurre. Porque no lo hace. Se limita a mostrarnos unos fragmentos de la
vida de Stefan Zweig que transcurren por Europa, América del Norte y del Sur,
que desembocan en su muerte en Brasil y que no sirven para hilar un verdadero
escenario que pudiera dar espacio para mostrar la Europa convulsa que se vivió
en esa época y de la que tantos intelectuales tuvieron que huir como el mismo
protagonista del film.
La contención y el control de la directora es tal que la
película es plana, sin ningún hecho relevante que cause emoción, ni ninguna
situación que provoque ninguna reflexión. El espectador es un eterno expectante
que se va de la sala sin saber muy bien qué es lo que ha visto.
La cuidadosa puesta en escena que tiene momentos iniciales
brillantes después se pierde asfixiada por la exuberancia y el costumbrismo de
Brasil reflejados de una manera inexplicablemente intensa que no sé a qué
motivos obedece. Lo de morir en ese país no me parece motivo suficiente. Al fin
y al cabo no deja de ser el desenlace de una vida que tiene sus principales
capítulos en la Europa sacudida por el nazismo.
La decidida voluntad de que no haya ninguna imagen que nos
pueda retrotraer al horror nazi no se ve compensada por unos personajes que se
muestren afligidos o desgraciados por la deriva que sus vidas han tomado. El hieratismo interpretativo de los actores no lo permite.
Pues ese comedimiento, esa contención que despide la proyección
se contagia al actor protagonista comedido y contenido. Algo tan perjudicial
como ser histriónico y excesivo. En el punto medio está el acierto. Y en esta
película no se ha conseguido.
Las imágenes finales no son más que una exclamación de
horror al final de dos horas de escenas mal trabadas, inconexas que unos
diálogos y unos discursos apasionados no
contribuyen a darle sustancia.
Quizás habría que haber buscado y seguido, si se encontraba,
la senda que un determinado momento de la historia pide un periodista americano:
Un claro reflejo de lo que era el nazismo y su condena.
Una clara voluntad de mostrar algo de emoción.
Eso conociendo el autor y su obra.
Si han pensado ir a verla, mejor cómprense “El mundo de
ayer”. En él hay emoción, extrañeza por
los acontecimientos previos a Hitler y se refleja como un mundo monolítico,
inamovible, prospero salta hecho pedazos. Encuadrado entre la primera y la
segunda guerra mundial, un mundo que se escurre hacia el abismo ante la
incredulidad del mundo entero. Ahí sí hay veta para una película.
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