La acción transcurre en Islandia, en un valle
ganadero, donde se dedican a la cría de ovejas. O sea, pase lo que pase, la
película ya tiene su épica. Los grandes
y desangelados espacios que todo el mundo tiene en mente al pensar en este país
tienen su reflejo en los largos planos que el director se encarga de servirnos.
La acción se desencadena cuando es
descubierto un carnero infestado con una enfermedad contagiosa que forzará a la
eliminación de los rebaños próximos, con el fin de parar la expansión de la
enfermedad y que no afecte a más rebaños.
El escenario está creado. Y ahora hablemos de
los carneros. Los carneros son los machos de la especie. Animales de ideas
fijas y deseos primitivos que suelen dirimir sus desavenencias dándose unos
cabezazos que ponen la piel de gallina, cabezazos que son más escalofriantes
entre más cercana es su relación. Su antagonismo viene de lejos y no parece que
nada vaya a aminorarlo, pues sus intereses
tan cercanos y tan parecidos llevan toda una vida entrando en colisión.
Pero, ¿Que hace un carnero sin sus ovejas? Si
no ha hecho otra cosa en su vida. Pues algunos adquieren consciencia de que
otra vida es posible y emigran y otros, los más carneros, o se dejan morir,
matándose a cabezazos contra las botellas, o se montan una estratagema para
conservar unas pocas ovejas.
Y es ahí, cuando los carneros por fin se
entienden, cuando a pesar del gélido clima, de las extensiones inhóspitas y de
la soledad que aunque estés acompañado nunca dejas de pensar que acecha, que
surge el lirismo.
Que dos carneros sean capaces de amaestrar a
un perro para comunicarse pero que no sean capaces de ponerse de acuerdo para
dejar de darse cabezazos es un guiño del guionista muy ocurrente y la imagen de
los dos carneros abrazados bajo el iglú, desnudos, intentando darse el calor
imposible que siempre se negaron y que ahora llega tarde, conmovedor.
Es difícil juzgar la labor interpretativa de
dos carneros que llevan sepultados los rostros bajo una pelambrera que seguramente
ni se esquilan en verano pero esta es una historia no de gestos si no de actos,
de brochazos gruesos que dejan trazos indelebles marcados en los corazones que
el paso del tiempo enneblina pero no cicatriza, siempre supurando.
Llevar a un carnero de urgencias en la pala
de un tractor tampoco es una cosa que extrañe mucho, ¿No?
Una historia dura, también por el clima, pero
sobre todo por el frio que hace en algunos corazones. Lo que nos lleva a pensar
que carneros puede haber en todas partes. Yo me acuerdo aún de los de Puerto
Urraco, o el de Toro, que me toco de refilón.
Pues eso, una historia salvaje de carneros.
Muy salvaje, sin una gota de sangre. Yo, si no hubiera ido a verla, iría.
No hay comentarios:
Publicar un comentario