Con
este libro me ha pasado una cosa que nunca me había pasado y es que lo he
comprado y leído bajo consejo del autor, que es como estar probándote una
camisa y preguntarle al vendedor si te queda bien o en un restaurante
preguntarle al camarero si la paella esta buena. Pero yo es que a Gregorio
Morán le tengo confianza.
Desde
que su libro sobre los mandarines ha levantado tanta polvareda anda de boca en
boca y yo he terminado desembocando en sus sabatinas intempestivas que no se
llaman así porque salen los sábados en La Vanguardia si no porque reparte a
mansalva a diestro y siniestro con la mayor de las veces mucha razón y una
contención milagrosa, pues a veces se le ve a punto de apretar el gatillo.
Y así
lo estoy utilizando de guijarro para salvar el paso de este país cutre y
mediocre. Y no es que los demás países no lo sean, si no que en otros países de
nuestro entorno han construido puentes para salvar esa corriente paralizante y
hedionda. Mayormente con revoluciones, reformas e ilustraciones……..aquí no. La
Iglesia, mayormente, y la Oligarquía siempre se han empeñado en llevarnos de
una orilla a otra en barcos de su propiedad con el consiguiente peaje. Pues yo soy de esos que va de salto en salto,
intentando no caer al charco. O si caigo tener donde agarrarme rápidamente y
que no se me humedezca demasiado la mente. Antes eran Sánchez Ferlosio, Juan
Goytisolo, García Calvo y así. No, si guijarros hay, pero como en este país
hace tanto calor la mayoría prefiere retozar en el charco.
Total
que por eso y porque he andado por el Camino en un par de ocasiones
fragmentarias, me he leído el libro. Me he dicho a ver que dice este
francotirador que no respeta hipocresías, falsedades y demás debilidades
inhumanas del ser humano.
Lo de
“Nunca llegaré a Santiago” debe interpretarse no como una imposibilidad física
si no como una decisión emocional de no llegar a Santiago aunque se esté en la
mismísima plaza de la catedral. De hecho se lo salta y se va directamente a
Finisterre, pues le mola más la contemplación de lo que un día fue el fin del
mundo para nuestros antecesores que la que es la tumba de aquel terror de moros
e infieles. El título hubiese sido más certero, aunque menos comercial, con un
“Nunca me dará la gana llegar a Santiago” y luego entre paréntesis: Porque San
Yago me la suda. Y es que de la Iglesia y sus festejos en este país ya estamos
un poco hartos…por decirlo suavemente.
O sea
una postura muy popular hoy en día en el camino. Por dónde transitan la mayoría
de caminantes contentos del esfuerzo físico de cada día, relajados al olvidarse
de su quehacer cotidiano, entretenidos con el paisaje y el paisanaje, que sólo
caen en que podían ser devotos peregrinos cuando se encuentran con algún
creyente, especie en extinción, y que sorprendentemente en mi experiencia
muchos eran de procedencia oriental. Y es que el Camino se va acomodando a los
nuevos tiempos, hoy mismo acabo de ver en los medios el anuncio de un tren que
sale de Madrid y te lleva haciendo etapas en tren o andando, como gustes, hasta
Santiago.
Del camino
que Gregorio Morán nos narra en su libro queda poco. Yo no he encontrado ningún albergue en malas condiciones y
hospitaleros tan desabridos, descorteses y maleducados como los que él
presenta. Y en todas las paradas casas de comidas y restaurantes que ofrecen lo
que se llama el “menú del peregrino”. Amén de un ambiente más animado y casi
nunca proclive para practicar la soledad.
Lo peor
del libro ver lo mal que tenían programado el viaje, lo tarde que llegaban a
los albergues cada día. Así no hay manera.
Lo
mejor, las reflexiones de Gregorio Morán y ese gracejo que se mueve entre la
mala leche y el autoflagelamiento por ser uno de donde es: “Por muy pronto que
un latino se levante, siempre se le habrá adelantado un nórdico (pg. 140)”
En
resumen, un librito que para guía de “El camino de Santiago” no sirve y como
ejercicio de crítica y menosprecio de aldea se queda corto y es parcial.
Prescindible, a pesar de lo que diga su autor. Que qué va a decir, por otro
lado. Tonto de mí.
Mejor
comprar La Vanguardia cada sábado. Se disfruta y se libra uno de los charcos.
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