Gaziel es el seudónimo del escritor y periodista Agustí
Calvet (1887-1964). Fue director de La Vanguardia, antes periodista en el mismo
diario y después, represaliado de la Guerra Civil, sólo escritor.
Catalanista convencido tenía la idea de que para defender la
cultura catalana una de las cosas que no había que hacer era encerrarse en un
rincón con sus cosas catalanas e ignorar todo lo que tuviera que ver con España
y su cultura. Algo así como comportarse como un niño que se cree que al cerrar
los ojos el monstruo se ha ido. O sea, más o menos lo que se está haciendo
ahora.
Y en eso estaba en La Vanguardia cuando llegó la Dictadura
de Franco y ya todo se hizo imposible.
Una de las grandes extrañezas que yo arrastro desde que
aparecí por Catalunya hace treinta y cinco años es que no me explico como La
Vanguardia tiene el tirón que tiene en Catalunya, escribiéndose en castellano y
manteniendo contra viento y marea una posición política, cuanto menos neutra tirando a españolista. Me da la sensación de que el nacionalismo
catalán tiene vía libre para ser sectario con todo lo que huela a español pero
que La Vanguardia tiene una bula llegada yo que sé de donde que le permite
seguir como si Franco siguiera vivo.
Leyendo este libro, lo he entendido. Y es
que de alguna manera e incluso sin saberlo muchos de sus lectores, este diario
ha hecho lo que Gaziel de alguna manera esbozó o inició. Defender la cultura
catalana con el idioma castellano como herramienta. Defenderse abriéndose y no
cerrándose. Apropiándose del castellano. Mantenerse en las trincheras allí
donde los demás, imbuidos de un purismo anacrónico y pueblerino, se han
declarado en rebeldía cuando en realidad lo que hacen es dejar terreno a
aquellos que querrían ver lejos. Hasta ahora, en que todo cada vez se hace más
pueblerino.
Y aquí enlazo con la segunda sensación que la lectura de
esta breve historia me ha dejado. Tristeza. Tristeza al comprobar lo poco que
avanzamos en la historia, al ver que una y otra vez caemos en los mismos
disparates, errores, equivocaciones, como nos enquistamos igual que lo hacían
los romanos, como un periodista lúcido hace ya un siglo vio cual era el camino
hacia una Catalunya libre, con entidad propia, abierta y próspera, sin negarse
nada, ni tan siquiera el idioma castellano, que dándole la mano al idioma
catalán seguro que este hubiera prosperado como lo ha hecho pero sin tanto
sectarismo y tanta represión, sin tener que obligar a nadie a escoger entre uno
u otro.
Y aquí estamos, de la mano de la democracia mal entendida y
utilizada, arrinconándonos los unos a los otros y dejando la plaza vacía. La
plaza de la convivencia y el enriquecimiento mutuo.
Si Gaziel pudiera levantar la cabeza y le echara un vistazo
a nuestro actual momento y viera que hay dos ediciones de La Vanguardia, una en
castellano y otra en catalán, no haría falta decirle más para saber la penosa
situación por la que estamos pasando. Todo
el mundo en Catalunya habla y lee los dos idiomas. Lo lógico sería que se
leyese cada artículo en el idioma que lo escribe su autor. Así yo no tendría,
ni ningún otro catalán tampoco, que verse obligado cada vez que se agacha para
coger un ejemplar en el quiosco que elegir entre la edición en catalán o en
castellano. Y recordar, mientras se decide, cada día, lo lejos que estamos de tener una convivencia plena, respetuosa
y enriquecedora.
Más que “Historia de la Vanguardia”, historia de la
cerrazón.
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