Habrá espectadores que echaran pestes de este film y habrá
espectadores que dirán maravillas del mismo, serán los extremos que marcan dos
formas de ver el cine o dos formas que explican los motivos por los que nos acercamos
al mismo.
El que busca entretenimiento, emoción, embeberse por unos
momentos en una historia ajena para poder olvidarse de la propia encontrará
esta película aburrida, lenta, repetitiva y no entenderá que se pueda hacer
este cine. Bueno, tiene su lógica.
El que contempla el cine como una actividad artística y que
por lo tanto tiene una visión, no ya más amplia, si no ilimitada de lo que
puede esperar de una proyección y que por lo tanto casi con toda seguridad se
ha acercado a este film de Jim Jarmusch sabiendo o sospechando lo que podría
encontrar, a buen seguro que habrá salido de su contemplación satisfecho y
admirado de cómo un cineasta como Jarmusch cuente lo que cuente mantiene las
características que han hecho que su cine tenga un estilo, un ritmo y unos
contenidos muy determinados. El cine de Jarmusch es el cine de Jarmusch. No
siempre te tienen que gustar sus películas, no siempre te tienen que interesar
pero siempre te ofrece otra visión. Yo tuve que ver unas cuantas veces para
apreciar en todo su valor, Dead Man. Me acuerdo que la primera vez salí
desorientado. Había visto una película del Oeste americano que no se parecía a
ninguna otra película del Oeste y no sabía decir si me había gustado o me había
parecido una gansada, pero ahí había algo. En las posteriores visiones me he
divertido un montón y he disfrutado de cada aventura, de cada peripecia del
protagonista, de la magnífica música de Neil Young y sin problemas me he
acoplado a ese ritmo tan personal de Jarmusch a la hora de contar historias.
Así pues no me ha sorprendido casi nada de este homenaje más
que a la ciudad de Paterson, más que a William Carlos Williams, a la poesía que
si se mira bien se puede ver en cada rincón, en cada instante de nuestra
rutinaria vida.
Seguimos las idas y venidas de nuestro conductor de autobús
a través de enfoques de cámaras fijas que articulan una realidad que siempre
está ahí, insoslayable. Medida y nombrada en cada segundo, encuadrada en esos
días de la semana que van pasando inapelablemente. Asistimos a las peripecias
habituales de los personajes que nos muestra el director, que bajan y suben del
autobús, que toman una “última” en el bar de costumbre, que se enamoran y
discuten. Es el día a día. La realidad plomiza de una ciudad cualquiera.
Pero ahí está la poesía que nuestro protagonista extrae de
todo lo que le rodea, una poesía, actividad catártica, que le permite soslayar
toda intrusión de la realidad en su existencia y encararla armado hasta los
dientes con su visión particular, fruto de su sensibilidad, que allí donde su
compañera, embebida en sus aficiones y su ambiciones, pierde los nervios, él,
aún teniendo más motivos, se muestra calmado, como anestesiado por lo poético
que le parece todo.
William Carlos Williams lo explicó en su obra “Paterson” y
Jim Jarmusch lo ha hecho en su película. Qué duda cabe que con el primero se había adelantado mucho pero es indiscutible que otro director
diferente de Jarmusch quizás no habría podido con el empeño. Porque para
hacerlo de manera tan inspirada hay que creer en ello. Y Jim Jarmusch lo cree.
Y se nota. No hace falta decir más.
Basta con el ¡Ajá! que dice el japonés en la escena final y
que nuestro protagonista no tiene más remedio que admitir.
¡Ah! Y no hay que odiar al perro, se limita a hacer su
papel. Como la realidad.
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