Si la película fuese una hamburguesa o un
bocadillo de chorizo, se me presenta la carne o el embutido como un pedazo de
alimento jugoso, sabroso y bien elaborado, y del pan que al principio y al final se alinean para darle consistencia al conjunto diría que sobra, que está
demasiado cocido, el principio, y con sabor raro al final.
El principio por poco natural, demasiado
sugerente y por tanto artificioso. Entre miraditas, morisquetas, gestos y algún suceso sorprendente se nos
dice que algo especial va a suceder. No casa con el buen hacer y la naturalidad
de un docudrama de situación tan bien dirigido.
Se debería haber dejado al espectador que
fuese descubriendo lo que sucede sin tanta pista. Al final está claro que se va
a montar una buena.
Y el final, igual. Incursión en la
intromisión.
¿A qué viene ese final? Lo de la brujería y
lo diabólico está condicionando la obra de Alex de la Iglesia de manera
castradora. A mi modesto ver.
Como una tapadera, que tapa un buen producto
al que no se le deja respirar, es lo que me parece el final. Mata la película.
Lástima, porque durante toda esta obra de
teatro llevada al cine en la que brillan Eduard Fernández, Pepón Nieto y Dafne
Fernández, y los demás en mayor o menor grado se muestran afectados y poco
naturales, se había pergeñado una buena historia con momentos álgidos de
dramatismo y humor.
Sin el principio y sin el final, tendríamos
obra de teatro para rato. De esas que están en los escenarios años y años.
Ah, los móviles han llegado para quedarse,
así que mejor que los administremos bien. Ahora sufrimos los excesos del
principiante pero aprenderemos. Como hemos hecho con todo, desde que apareció
la rueda o el fuego. Eso sí que cambió nuestras vidas.
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