John O’Hara llega a mi conocimiento después
de haberme paseado por toda la literatura norteamericana del siglo XX con
fruición, pasión y absoluta admiración. De hecho que yo piense que EEUU no es
una total mierda imperialista entre otras cosas se debe a la pléyade de
fantásticos escritores que ha tenido, tiene y sospecho que tendrá. Es una
mierda imperialista pero crecen especímenes de interesante consideración y
apreciable actividad. No sólo literaria.
Y me he dado cuenta de que John O’Hara tiene
su propia voz. Enclavado en ese momento literario que definieron Hemingway,
Cheever, Parker, un poco antes de Udpike, Roth, Delillo y un poco después de
Faulkner, O’Hara que también hace narrativa épico-urbana tiene su propio estilo. Un estilo en el que el dialogo, su
excelente oído le permite no ya traernos los ecos de aquellas conversaciones,
si no las historias que pasaban a lomos de esas voces.
Es el escritor al que no le ha importado
narrar las vicisitudes de un empresario de un concesionario de coches, hijo de
un médico más que respetado, soportado y temido, casado con una mujer a la que
ama, con amigos a los que aprecia y subordinados con los que se lleva bien que
sin embargo decide tomar la cuesta abajo de la vida y ya no parar hasta
despeñarse, hasta su “cita en Samarra”. Y eso lo emprende O´Hara porque tiene
unas dotes excelentes para transmitirnos mediante diálogos acertados que lo
mismo recogen la voz de un borracho que la de un camarero negro lo que los personajes
van no ya sintiendo sino haciendo.
Un retrato al natural, a pie de calle y de
salón, de una ciudad norteamericana donde el puritanismo de las grandes
familias manda, la pertenencia a una u a otra creencia religiosa o política, establece
límites infranqueables, los mafiosos tienen su cuota y los clubs y
organizaciones sociales crean una telaraña de la que es difícil escaparse. De
la que nuestro protagonista huye de la manera más definitiva y determinante que
se conoce.
El brillante comienzo de la novela en el que
sabemos que el protagonista tiene la intención de iniciar su calvario, lanzando
una copa a la cara de uno de los convecinos, al que le debe dinero, pero sin
llegar a saber si lo hizo o no hasta que al día siguiente se confirma que fue
que sí, es como el fogonazo de presentación de un esplendido espectáculo que
recoge a medida que las opciones de nuestro protagonista van en la dirección
que él desea, aunque las circunstancias no sean más determinantes que su propia
decisión de quitarse de encima, los escenarios atribulados de personajes y
situaciones casi costumbristas de los EEUU de los años cincuenta y sesenta. Si
Edward Hooper hubiera decidido ser más sociable y Scott Fitzgerald menos
romántico, John O’Hara hubiera sido el resultado. Gasolineras, talleres y clubes sociales con hombres trajeados y
solitarios, con horarios de trabajo, ebrios, atrapados por mujeres que para no
ahogarse se agarran a ellos como a troncos ardiendo, que claro está, tarde o
temprano acaban siendo ceniza. Muchos escritores escribieron sobre ellos, pero
John O’Hara los pone a hablar, sin sacarlos de su hábitat. Eso le hace tener su
propia voz.
Más urbano que Cheever, menos malicioso que
Parker, menos épico que Hemingway, menos de vuelta de todo que Carver, no en
vano le antecedió, menos alambicado que Faulkner, John O’Hara tiene un sitio
claro y diáfano en la narrativa norteamericana del siglo XX.
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