Los que pensamos que el cine es arte y entretenimiento, y
celebramos una película que sacia ambas necesidades como un gato, que se lame,
un pescado, nos encaminamos hacia la sala de cine para ver una película de
Terence Davies con una complicidad, con el director, inequívoca. Sabemos a
dónde vamos y lo qué veremos.
Habrá una historia más o menos dramática pero por encima de
la historia, secundaria y casi anecdótica, estará el trabajo concienzudo de un
director que sobre todo trabajará para que su película sea arte. Color, fotografía,
encuadre serán fundamentales. Davies es un adicto a ver a mujeres hermosas con
cara de preocupación tras los visillos mientras la luz exterior, de un atardecer,
de un amanecer o de una farola providencial que hay justo en la calle ilumina
su perfil bellísimo. Sello de la casa.
¿A quién se le ocurre montar en una película un plano de gotas
de lluvia?
También es sello de la casa añadirle a ciertos planos unos segundos
más de los que serían necesarios para quedarnos con lo que muestran. Y es que
Davies nos quiere absolutamente entregados a la contemplación de la belleza que
intenta transmitirnos con su historia y no que sigamos el argumento de la misma.
Hay que entenderlo. ¿A quién le importa el argumento?
Sin embargo hay una historia. Es el anzuelo. Y ésta transcurre
en los albores de la primera guerra mundial, su posterior desarrollo y su
conclusión. En ella hay una familia tiránicamente dirigida por un “bestia”
cabeza de familia que mantiene en la Inglaterra rural la antorcha de la
supervivencia a fuerza de brutalidad y eficiencia. La protagonista, miembro de esta familia, se
enfrenta a la vida como mejor puede y son sus avatares, padecimientos y
reflexiones la columna vertebral del film.
Con este material Davies escribe su obra.
Bueno. En la anterior película era la infidelidad y
posteriores desgracias de una mujer el motivo de este director para rodar una película. Ahora
es este retrato de la Inglaterra más tosca y zafia de principios del siglo XX. Vale.
¿Y cuál es el resultado?
Pues una obra de factura bellísima, cuidada con mimo. Gozosa
en cada encuadre y casi un museo, ya que cada plano es un cuadro pictórico. Y el
que no lo es, representa una escena teatral a modo de collage en el resto del
metraje.
¿Y el entretenimiento?
¡Ay!, eso es otro cantar.
Una inoportuna voz en off convierte la película en un pesado
desfile de mediocres aforismos que entorpecen el ritmo de manera frustrante,
por no decir que cargan lo poco que tiene de distracción la historia.
En un museo no se entretiene mucha gente, es más bien algo
minoritario, pues este film igual.
Después, algunas escenas. Como esa en que un oportuno
jornalero le lame los pies a nuestra protagonista o una excursión a través de
los “trigales de oro” de los parroquianos que se dirigen a la iglesia. Tienen
una artificiosidad difícilmente digerible a pesar del impacto visual de las
mismas.
De todas las maneras, a pesar de sus deficiencias, las películas
de Davies son altamente recomendables. Exquisiteces en un mundo tosco, vulgar y
mediocre. Que un director de cine se dedique a facturar este tipo de cine es
muy de agradecer y muy instructivo. Que alguien se empeñe en mostrar la belleza
y lo profundo del alma humana en este mundo consumista no deja de ser
esperanzador. No todo está perdido. Así que espero la próxima película de
Terence Davies con ganas.
Vayan a verla en VO. El doblaje es un desastre. Más de lo
habitual. Que ya es decir.
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