Toda la reacción que se ha producido sobre el
holocausto nazi gira alrededor de una estupefacción y una necesidad imperiosa
de contar lo que sucedió, que de tan horripilante parece imposible. No dejar de
sorprenderse y no dejar de comunicarlo. Es la única vía que despierta algo de
esperanza en que puede que algún día podamos entenderlo…si es que se puede
entender algo así.
Contarlo es también la manera de mantenerlo
vivo y de regar esa estupefacción. Seguramente en su momento habría más de un ex-prisionero
de los campos de exterminio que si pasaba un día sin recordar lo que la había
sucedido se sentía culpable. Eso que se ha dicho tantas veces de que hay que
mantener vivo el recuerdo…..se añade para que no vuelva a suceder, pero mucho
me temo que la razón sea una necesidad mucho más simple y prosaica y
seguramente más individualista.
Sea como sea lo cierto es que desde que
sucedió hasta ahora no ha dejado de contarse. Una tarea colectiva que han
llevado a cabo desde filósofos hasta cineastas y tanto habiéndolo sufrido como
no. Una “narrativa” que ha ido variando con el tiempo, siempre con el acicate
de “cómo contar esto que despierte en el que lo contempla una idea lo más
cercana posible a lo que sintieron las víctimas”. Una tarea a todas luces
imposible pero en la no han dejado de empeñarse muchos creadores y pensadores.
Lo que ha hecho que la forma de contar aquel
horror haya ido variando con el tiempo. Y se haya creado una cierta complicidad
entre los que siguen contándolo y los que lo contemplan. Ahora ya se sabe que
pasó, lo básico, lo objetivo. Metámosle más intensidad al asunto, busquemos
otra perspectiva.
A estas alturas las narraciones de Ana Frank
o la de Victor Kempler ya han hecho su papel. La personal forma de Primo Levi
también.
Las películas sobre el holocausto también han
variado. Desde las acostumbradas, llenas de épica y guerra, hasta las más
personales que se cuentan por decenas y que van de “La lista de Schindler”, a “El
pianista”, “La vida es bella”, “El niño del pijama de rayas” y la reciente “Mayo
de 1940” o la reciente y estremecedora “El hijo de Saúl”.
Si se analizan, en todas estas creaciones hay
un afán unas veces más explicito que otras de encontrar una manera para acercarse
lo más posible a lo que fue aquel horror con el fin de hacérselo sentir al
espectador o lector, compartirlo y así quizá hacerlo más llevadero.
En esta línea está la obra de Imre Kertész,
Premio Nobel de Literatura 2002. Su “Sin destino” es una escalofriante
narración en la que lo que sucede es lo que tiene que suceder. No hay condena a
los ejecutores, no hay grandes gestos de dolor, incluso hay una aceptación de
lo que pasa que permite esbozar una sonrisa, disfrutar de un momento de bullanguero
y alegre jaleo… en un campo de concentración.
Nadie como Kertész ha sabido relatar la
degradación humana que se produce en las situaciones de injusticia y abuso. Ana
Novac en su libro “Aquellos maravillosos años de mi juventud” en los que narra
el tiempo que estuvo en un campo de concentración, ya sólo en el título se nota
que trata de exorcizar aquel tiempo tan terrible, muestra cómo la voluntad de
vivir se impone por encima de todo y surge la poesía como salvación, esa firme
determinación de agarrarse a las palabras para sobrevivir.
Kertész se deshace de cualquier tentación
crítica con la situación. No está sobreviviendo, está viviendo.
Comienza la narración contando como el
protagonista vive la despedida de su padre que ha sido llamado, como muchos
otros, a viajar a un campo de trabajo sobre los que se empieza ya a escuchar
habladurías y lo hace de la misma manera que nos contaría que se va a un viaje
de negocios donde correrá un cierto peligro. Este es el tono durante toda la
narración. Cuando él mismo un día ya no regresa a su casa después del
trabajo-condena que ya realizaba, cuando va de un campo a otro, cuando ve como
transportan los cadáveres en carretillas, cuando cuenta el olor del humo que
sale por las chimeneas, cuando se acaba la guerra y vuelve a casa, cuando ya no
se encuentra carne sobre los huesos.
Y es entonces cuando uno se da cuenta de que
realmente así sucedieron las cosas. Con las más absoluta de las normalidades.
Que así suceden los horrores. No hay carreras, no hay gritos, quizá un poco de
exaltación. Que un día les dijeron que había que ponerse una estrella amarilla
y se extrañaron un poco pero que al cabo de una semana ya la llevaban con
normalidad y hasta empezaban a ser felices en esa nueva situación. ¿Hay algo
más terrible? Que después los echaron de sus casas, después los separaron,
después los llevaron a un campo de concentración y allí Kertész nos llega a
contar como había días regocijantes.
Kertész ha sabido mostrar en la literatura lo
que Hannah Arendt llamó “la banalidad del mal” y que no deja de ser otra cosa
que la banalidad de la realidad, la ineludible realidad que no se deja alterar
y sucede igual cuando naces que cuando mueres. Aunque tú si lo tienes que
contar lo haces de forma diferente. Kertész no, lo ha contado igual.
Un tren lleno de judíos llega a un campo de
concentración,
“Muchos empezaron a recoger inmediatamente
sus cosas, a abrocharse las camisas; las mujeres a peinarse, asearse como
podían, ponerse guapas. Desde fuera, se oían golpes, puertas que se abrían,
ruidos de la gente que bajaba de los vagones…..”
¿No pone los pelos de punta ese “ponerse
guapas”?
Pues aún los pone más saber que seguramente
así sucedió.
Imre Kertész ha tratado de explicárnoslo.
Acaba: “Claro, de eso, de la felicidad en los
campos de concentración debería hablarles la próxima vez que me pregunten. Si
me preguntan. Y si todavía me acuerdo”
Esa felicidad que embarga al refugiado que
tras un penoso periplo pisa las playas europeas. En una situación que al más
desgraciado de los europeos deprimiría. ¿Seguro?¿Hasta cuándo?
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