Acababa de leer los cuentos completos de este
autor y me encontré con sus prosas apátridas. Sus cuentos de un nivel estimable
me habían dejado un si es no es destemplado. No me parecieron como para
justificar los elogios que pude leer en su momento.
Sin embargo estas prosas apátridas que vienen
a ser una lista de pensamientos, ocurrencias y reflexiones recopiladas por el
autor y dejadas en el desván rápidamente ocuparon un lugar en mi imaginario del
autor. Si sus cuentos eran piedras en el muro, maldito Facebook, literario
estas prosas apátridas podían ser el mortero que amalgama en los intersticios
toda su obra literaria.
Capacidad de observación, sensibilidad y una
mente siempre en ebullición le llevan a los pensamientos más peregrinos, las
emociones más censurables y los deseos más ocultos en relación con todo lo que
le rodea. Sin olvidar nunca como buen depredador que todo puede pasar al menú
del escritor. Todo es factible de ser contado.
Y así nos descubre que la moda que parece una
ostentación es todo lo contrario. La persona que va a la moda es una persona
que oculta su individualidad para pasar a engrosar el colectivo
correspondiente. Que los adultos nunca abandonan la niñez, sólo buscan
imposturas para acoplarse al hecho de ir envejeciendo. Lo único que está a
nuestro alcance. Elogia el valor de los que siguen siendo niños.
Que los rostros de los ciegos, al no poder
ser autoesculpidos por la mirada de su propietario al ver otros rostros, tienen
una cualidad de ciego que siempre se puede ver en algún rasgo de su cara.
U observando un parque nos cuenta que ve a los
niños pequeños, jugando solos, comportarse de la misma manera que los mismos
viejos que hay en ese parque, pensativos en soledad. La vida que empieza como
acaba.
O se burla de los editores que ante una
crisis de venta deciden publicar obras señeras de la literatura prologadas por
personas famosas. Así Belmondo comentando que al leer a Rimbaud sintió como un
puñetazo en el mentón, asegura una elevada venta del poeta a personas que en su
vida leerían versos pero que admiran o envidian a Belmondo.
O la curiosa reflexión sobre nuestros
ancestros. Si para nacer él se necesitaron dos personas y cuatro para que
nacieran esas dos, contando cada generación de 30 años, resulta que en el 1060
tenía mil millones de ancestros, algo a todas luces imposible, por lo que es
fácil deducir que todos somos familias.
O la vejez diferente de los que cumplen años
entre placeres y lujos, y aquellos que ven pasar los años entre penurias y
miserias. Las arrugas de unos y otros.
Cómo se van olvidando los muertos y el dolor
que sentimos por su perdida.
Las diferencias con las clases bajas, más en
los modales que en los pensamientos e ideales: “Mi bistec me hubiera sabido
mejor si lo hubiera comido ante un jerarca podrido pero que hubiera sabido
desdoblar correctamente su servilleta” Que no es resabio burgués, o sí, pero
que indudablemente pone en valor las formas tantas veces despreciadas. Y tan
difíciles de adquirir.
El papel del alcohol o cualquier potenciador
de la sensibilidad y la aceptación de ese vicio: “Un vicio se contrae a
perpetuidad. La esencia del vicio es ser incorregible”
O ese admirador que no para de loar su
trabajo literario para al final agradecerle que escribiera “La ciudad y los
perros”.
En fin, un despliegue de lo que son la
aptitudes de un escritor. Una constante observación con su correspondiente
enjuiciamiento, su enhebramiento en un universo desconcertante y la certidumbre
de que todo carece de sentido o todo tiene sentido.
Aquello con lo que Josep Pla teje casi toda
su obra le sirve a Julio Ramón Ribeyro para hacer unas prosas apátridas. Allí donde Pla no veía más que insustancial
creación se despidieron sus universos creativos. Ribeyro lo intento, quizá Pla
ya sabía el resultado. Pero ambos con unas dotes de observación, equiparables
al escalpelo del cirujano, que abren al ser humano en canal. Siempre con
humildad y compasión.
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