La
mirada escrutadora e implacable junto con la prosa precisa que despliega Anna
María Ortese convierte este grupo de instantáneas, más que relatos, quizás más
periodísticas que imaginadas, sin por ello perder el valor literario, de la
ciudad de Nápoles, en un testimonio de cómo era la vida en la ciudad justo
después de la segunda guerra mundial.
El
intento de poner una voz propia a lo que va narrando queda en eso, en un mero
intento, al ser esos espejismos de la narradora absorbidos por la potencia de
las imágenes neo-realistas que va desgranando maquinalmente a medida que van
pasando por delante de sus ojos.
A
diferencia de “Chavales del arroyo” de
Pier Paolo Pasolini que versa sobre el mismo tema pero en Roma, pero con más
lirismos, pero con una proximidad hacia los personajes que muestra una
implicación que le resta fuerza a lo expuesto, Anna María Ortese se muestra
distante, fría, objetiva. Presentimos en la narradora una cierta animadversión
hacia todo y todos los que van desfilando, como una especie de maldición
contenida sobre todo lo que está pasando. No son chiquillos, como los de
Pasolini. No son golfillos, derrotados. Son seres adultos derrotados,
humillados. Con Ortese no hay esperanza. Ya son todos adultos. Y además alcanza
esa miseria, esa derrota a todo tipo de personajes.
Personajes
crudamente expuestos en su desesperación y olvido, implacablemente juzgados en
muchas ocasiones.
En el
prologo la autora justifica el coste que para ella tuvo la publicación del
libro, que le obligó a ausentarse de la ciudad para siempre. A modo de
explicación de lo sucedido admite que narraba las calles de Nápoles y los
ciudadanos de Nápoles sin conseguir abstraerse y encontrar la distancia
necesaria para mantener una narración fría, dejándose arrastrar por un
sentimiento y una emoción personal que teñía la narración con una patina de
decidida dureza y distancia mínima, muchas veces dañina incluso para ella
misma.
Años
duros que en Roma Pasolini centró en chavales sin futuro, vida ferozmente
desesperanzadora que sin embargo permitía la ilusión de que se podía evitar si
los lugares y los antros de perdición eran evitados. Sin embargo Ortese se da
una vuelta por Nápoles. No hay rincón, no hay edad, ni un resquicio para
escapar. Toda Nápoles. Hasta sucede que el mar no baña Nápoles. Como si no lo
bañara.
Pasolini
sucumbió entre esos chavales. Ortese no volvió por Nápoles. El primero incapaz
del desarraigo y la segunda víctima del mismo. Quizás eso es lo que no se perdona.
Poder escapar.
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