Preciosa y entrañable historia sobre la vida. La vida,
desnuda y simple, como la de una bacteria o un virus. Vivir. Vivir. Como sea y
en las condiciones que sea.
Es la aventura vital y real de un enfermo de parálisis
cerebral que incapacitado para la comunicación y ante la ignorancia de sus
familiares debe aguantar durante 26 años una existencia en la mayor de
prisiones que puede haber y más pequeña. Su cerebro. Los barrotes de su cárcel
no son unos trozos de hierro rodeándole o unas instalaciones que no le permitan
disfrutar de lo que se puede llamar “libertad cotidiana”, si no que sus
barrotes son unos débiles y finísimos filamentos que indóciles y rebeldes se
han declarado en huelga en su cerebro, impidiéndole simplemente ser.
Pero el cariño de su padre, entrañable personaje, siembra en
él un mundo que a pesar de todo merece la pena vivir. Es la Polonia de Walesa,
de la apertura democrática del país, pero para nuestro protagonista como si
fuese el inicio del mundo. A su alrededor todo se desliza porque así tiene que
ser. Todo está bien.
Son conmovedores sus intentos de demostrar que no es un
vegetal. Ese pasador del pelo. Intentos que para cada uno de nosotros se
repiten de manera incesante desde que nos levantamos cada día hasta que nos
acostamos pero que a él se le presentan de lustro en lustro. Y nunca ante
interlocutores avispados. Esa vecina adolescente que pasa por su vida como una
desoladora oportunidad o esa voluntaria que lo utiliza de manera implacable
para sus propios planes de venganza frente al padre. Hasta que llega la
oportunidad de poder expresar por primera vez quién es.
Y por fin tomar decisiones y elegir conscientemente. Eso que
hace a los seres humanos definitivamente distintos a cualquier otro ser vivo. Dónde
quiero vivir y estar. Quién quiero ser.
Todo esto en un guión en el que no falta el sentido del
humor, a pesar de todo. En el que hay escenas de una intensidad demoledora. La
apetencia sexual que le sirve a nuestro protagonista para hacer chistes también
sirve para construir una imagen de la impotencia más desoladora que pueda
haber. O esa despedida de su primer amor por la rendija que deja la puerta al
ras de suelo. O la toma de conciencia de su madre de que durante 26 años ha
estado ignorando a un hijo al que ha dedicado toda su vida pero al que nunca
supo entender. Y esas postales de su hermano marinero, que van llegando desde
diferente partes del mundo, tan remotas para él como La Osa Mayor que su padre
le mostró de pequeño.
No hay palabras para elogiar el trabajo de interpretación
del protagonista que no sólo se mete mentalmente en el papel de un enfermo de
parálisis cerebral dándole toda la veracidad y credibilidad posible si no que
físicamente raya el prodigio con unas contorsiones que me estaban haciendo daño
a mí en la espalda. Mención especial merece la escena que se desarrolla frente
al tribunal que está examinándolo para evaluar su capacidad o incapacidad
mental y en la que el protagonista
decide tomar las riendas de su destino. Memorable esa especie de baile de la
cobra. Excepcional.
Y si van a ver la película no se pierdan los créditos del
final, una costumbre muy popular en nuestros cines, pues se perderán la prueba
del algodón de que esta historia ha merecido mucho la pena verla. Imprescindible.
Aviso.
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