John Banville parece decirnos en esta novela que la vida es
como el juego de la Oca, de muerte en muerte y vivo porque me toca.
El protagonista de esta historia, tras la muerte de su
esposa, se refugia en un lugar en el que pasaba los veranos de su infancia y donde vivió la muerte por
primera vez y seguramente de manera más impactante y no sólo por ser la primera
si no por la forma en que sucedió y sus protagonistas.
Pero todo esto lo sabemos al final, justo en la última página,
casi en la última frase. Banville es un maestro en eso. Y no porque sea un
escritor más del pasado, o que recurre al pasado como mera argucia narrativa,
no, Banville es el escritor del pasado por antonomasia.
Todos los escritores escriben y el pasado está presente, o
bien en la trama o en el tramador. Es inevitable. Hasta los escritores de
ciencia-ficción cargan con el pasado. Pero Banville se alimenta de él. Se lo
puede imaginar uno encima de la página en blanco embebido en sus recuerdos y
después pasándolo al papel. Es la virtud del gran creador, que casi no deja
nada a la racionalidad cuando crea. Todo es puro sentimiento, emoción.
Hay peces o animales del agua que necesitan salir de vez en
cuando al aire para respirar o para oxigenarse y los hay que nunca salen. Pues
bien, Banville es un pez abisal del pasado cuando escribe. Y en su prosa
brillan esas extrañas luces y esas formas tan sugerentes, tan mágicas y
fantásticas que se necesitan para poder vivir en esas profundidades.
Por eso es tan minucioso en sus descripciones, tanto que en
vez de abandonar el presente y sumergirse en el pasado, consigue desplazar
ambos tiempos. Con sus narraciones no nos movemos, el convierte el presente en
futuro y el pasado en un presente embelesado, dorado por los rayos de la
memoria que se reflejan en nuestros corazones.
Si el corazón del lector late armonizado con el de Banville,
todas las escenas se iluminan y cargan con tu propio pasado. Tal es el poder de
la prosa de John Banville.
Cualquier detalle del presente es buena razón para viajar hacia atrás. Los mimbres de la cesta del pasado tienen su solera, están cuajados y ya sólo queda armar con ellos lo más próximo a nuestro deseo,
Cualquier detalle del presente es buena razón para viajar hacia atrás. Los mimbres de la cesta del pasado tienen su solera, están cuajados y ya sólo queda armar con ellos lo más próximo a nuestro deseo,
“La verdad es que uno podría volver a vivir otra vez toda su
existencia sólo con que pudiera esforzarse lo suficiente en recordar”,
Dice su protagonista. Creo que si sustituimos el “pudiera”
por “quisiera”, tendríamos el plan de esta novela y de alguna otra de este
autor.
Al narrador de Banville que no se corta a la hora de
increparnos, tampoco le duelen prendas cuando nos muestra como usa el pasado
para formarse en el presente.
El narrador ahora, en este presente, es uno y del pasado
extrae unas circunstancias, unos hechos que al rememorarlos, y verlos con una
nueva luz, de regreso al presente ya lo ha convertido en otro. Y ese nuevo otro
se enfrenta a este presente de forma diferente. Y así. Este viaje de ida y
vuelta se convierte en una salida a las angustias y los dolores del presente y
de rebote convierten al pasado en una farmacopea donde hurgar y conseguir
nuevos recursos para enfrentar el presente.
Todo ello dirigido por la mente de un narrador que asoma lo
justo para que sepamos que todo es paliativo.
John Banville, un escritor católico, creyente o no, a
vueltas con todo lo pecaminoso que esta religión cataloga y que paradójicamente
sirve de urdimbre a nuestra vida. Y a su literatura.
Lo han comparado con Nabokov. Bueno, se parecen todo lo que
se puede parecer un cruzado y un cosaco. Se divierten guerreando, uno con Fe y
el otro con vodka. Sin necesidad de ser creyente ni de ser alcohólico.
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