Resulta paradójico que una de las culturas más restrictivas,
que ha hecho de su religión no una norma de vida ni de gobierno si no de
existencia, tenga cómo una de sus características más acusada y valorada el que
surjan de su seno los más grandes voceros literarios, y artísticos en general,
que ninguna otra cultura pueda mostrar.
Unos voceros en el buen sentido de la palabra que han
proporcionado a los amantes del arte momentos de diversión y fruición
incontables.
Unos voceros que se han manifestado en todas las direcciones
posibles, pero siempre enredados con el lugar de procedencia: La cultura judía.
De entre todos estos voceros, para mí, indudablemente los de
más valor son aquellos que parecen haber salido de esa cultura “escopeteados”.
Los más señalados en el cine y en la literatura.
Philip Roth, Saul Bellow en la cúspide de esa pirámide de
irreverencia, maravillosa ironía y saludable mala leche. Cuantas veces los
judíos ortodoxos los deben haber maldecido sin parar en que sólo hay reacciones
furibundas ante ataques irracionales y constrictores, muy irracionales y
constrictores.
Bernard Malamud no llega a este nivel de rebeldía y critica
pero indudablemente su obra está impregnada de esa cultura.
Sus cuentos reunidos muestra un amplio abanico en el que no
sólo se ve su trayectoria literaria que va del arraigo en lo costumbrista
hasta, en los últimos, la semblanzas ficcionadas de personajes señalados, Alma
Mahler y Virginia Woolf, pasando por cuentos en que la fe lleva a los
personajes a vivir fantasías ultrasensoriales, si no que muestra con ese hacer
la trayectoria vital de la emigración, que empieza con la llegada de judíos a Estados
Unidos antes de la diáspora causada por los nazis, son cuentos de judíos
artesanos y comerciantes, sobre todo, que intentan abrirse camino en USA,
viviendo en cuchitriles infectos, con vidas familiares penosas, para pasar por
los judíos que llegados durante la segunda guerra mundial buscan cobijo en el
país americano para acabar mostrándonos a los judíos que tras la guerra viajan
por Europa con sus profesiones universitarias y disfrutando de una cierta
holgura económica, aunque igual que los demás, todos enganchados a su “ser
judío”. Y cuando no es así y no hay ni un judío en el cuento, o al menos no se
explicita, en el cuento está presente toda la moralidad trasnochada y castrante
de esa religión. Como por ejemplo en “Elección de profesión”.
El mismo Malamud que gozó de una existencia rica en
contactos y amplia en cuanto al horizonte social a contemplar, ¿No era capaz de
ver más que personajes judíos? ¿De reflejar su soledad existencial en medio de
la cotidianidad más plana y decepcionante? ¿De no estar inmerso pero tampoco de
prescindir de su “estar judío”?
En fin, un puñado de historias humanas pasadas por el filtro
hebreo que no sólo sirve para conocer un poco más como las religiones a la vez
que no garantizan nada en el más allá, nos castran en el más acá. Y a la vez un
puñado de historias en que también queda retratado el autor. Cuentos como
espejos.
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