Se hace complicado reseñar una proyección de
una factura tan impecable como ésta y que sin embargo no acaba de cuajar en una
gran película.
En este triángulo emocional, de dominios y
afianzamientos, tan bien dirigido, tan fantásticamente interpretado, hay seis o
siete grandes actores en el cine actual, Javier Bardem es uno de ellos, y otro
es Daniel Day-Lewis, y después están los demás, tan fantásticamente
fotografiado, con planos maravillosamente intencionados, ambientado
escrupulosamente, hay una cosa que no acaba de cuajar, que no acaba de salir a
la superficie. Y es la intención de la historia. Porque falla el guión.
La idea parece estar clara. Hay un encuentro
de tres personalidades potentes, hay conflictos por solucionar, hay incluso una
reflexión muy interesante sobre la necesidad de la debilidad para amar y
también se apunta como la indefensión, el debilitamiento, la entrega a otro ser
puede ser el camino hacia la serenidad, la tranquilidad. La fragilidad como
unidad de medida de nuestro estar en el mundo. Pero el espectador debe poner
mucho de sí para poder verlo. Porque en el guión no se ve.
Creo que al director se le ha ido la mano a
la hora de pintar esas cuestiones. Valga como ejemplo ese encuentro tan
artificial, tan inverosímil que se produce en la primera vez que el modisto y
su futura musa y modelo se ven. Es un encuentro difícil de creer. Y desde luego
es una escena que no pega ni con cola en las otras escenas sobrias, típicas del
cine inglés de siempre, del film.
Irregular, fracasada y sin embargo fascinante
película.
Paul T. Anderson, encantador de serpientes.
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