lunes, 19 de mayo de 2014

“El hombre enamorado al que antes se le murió el padre” de Karl Ove Knausgard.




A los escritores que en determinado momento de su vida se les acabó la inspiración y no sabían sobre qué escribir, este escritor noruego se lo ha dejado claro: Sobre lo que te pasa cada día.
Decir esto: “Escribir sobre lo que te pasa cada día”, es como no decir nada. Porque, primero, cada día te pueden pasar cantidad de cosas interesantes. Segundo, a saber qué es lo que uno puede llegar a contar de la cotidianidad y, sobre todo, qué es capaz de ver en esa cotidianidad. Me viene ahora a la mente la prosa de Josep Pla, que escribiendo de nimiedades, al leerlo, terminabas sintiendo que te había descubierto un mundo nuevo por la perspicacia y lo lúcido de su mirada. O sea que hablando de estas dos novelas de K.O. Knausgard, “La Muerte del Padre” y “Un hombre enamorado”, editadas en Anagrama, es necesario añadir algo, un poco más. Pero lo cierto es que no hay nada más que añadir. Este escritor noruego te cuenta como se lía un cigarrillo, como le cambia un pañal a una de sus hijas, cómo se afeita, cómo va a una fiesta a la que no quiere ir, como intenta sacarse el carnet de conducir sin éxito, como va a una cafetería y se aburre…o sea, te cuenta la aburrida vida de un escritor. Y lo peor de todo, con toda la ramplonería, la vulgaridad y la grosería de una vida plana.
No hay altura lírica en lo que cuenta, no hay inspiración más allá de enumerar y enumerar sucesos cotidianos, hay momentos en los que parece que la narración adquiere altura literaria, filosófica pero son espejismos, porque pasadas dos páginas vuelve otra vez a sumirse en la gris vida de un señor que se dedica a escribir.
Eso sí, sirven estos dos libros para enterarnos de cómo se desarrolla la vida de cada día en Noruega y en Suecia, el nombre de algunos restaurantes, la problemática de la vivienda y cosas así. Estas dos novelas que son las dos primeras de algo que este autor ha llamado “Mi Lucha” y que al parecer tiene cuatro volúmenes más es algo que seguro que con más talento e inspiración podrían haber hecho todos y cada uno de los escritores que en el mundo han sido. No lo hicieron por la sencilla razón de que pensarían que al fin y al cabo los lectores son seres inocentes que bastante tienen con aguantar su vida para además tragarse la de un escritor atribulado y en busca de notoriedad.
Como me imagino que alguno de los que lean esto se pensaran que soy destructivo y un pelín exagerado, que tan intrascendentes no pueden ser unas novelas de las que en la contraportada se llega a decir: “Un proyecto demencial que sólo los verdaderos genios pueden alcanzar”, pues ahí va un fragmento, abróchense lo que sea: “Pasé el tenedor por delante de Vanja [su hija], lo acerqué al plato, donde con el canto corté un trozo de tarta que tenía la corteza quemada debajo de la nata blanca, por dentro era amarillento, con franjas rojas de mermelada; giré la muñeca, de modo que el trozo se quedara en el tenedor, lo levanté, lo pasé de nuevo por delante de Vanja y me lo metí en la boca. La base de la tarta estaba demasiado seca, y la nata no tenía suficiente azúcar, pero acompañada de un trago de café no sabía demasiado mal” ¿Qué me dicen? A mí lo de “giré la muñeca, de modo que el trozo se quedara en el tenedor” casi me deja tuerto.
¿Qué no es para tanto? Ya me he cabreado. Ahí va otro ejemplo: “… saqué un papel de fumar, metí en él un poco de tabaco y lo apreté con los dedos, enrollé el papel, apreté la punta, lo cerré, pasé la lengua por el pegamento, quite el tabaco sobrante y volví a meterlo en el paquete, luego me metí el pitillo un poco torcido en la boca y lo encendí con el mechero verde…”  ¿Y ahora qué? Pues así los dos libros.
Una vecina rusa que les amarga la vida y un padre alcohólico que muere como muchos alcohólicos son dos oportunidades desperdiciadas de elevar el tono de la historia, pero no. Novelas como estas son las culpables de que todos nos creamos que podemos ser escritores.
Dos cosas, antes de acabar. Una, para la Editorial Anagrama. Yo, antes, me lanzaba sobre un libro con las pastas amarillas y esta encuadernación tan barata como un lobo sobre una presa que ya degustaba por anticipado y preguntándome  a qué sabría esta vez. Ahora, cada vez más me acerco escéptico y calibrando el grado de embaucamiento al que seré sometido. Ellos verán. Más de cuarenta euros me he gastado en los dos libros.
Dos. La contraportada no tiene desperdicio.Habría que ver qué es lo que han leído en su vida los críticos o reseñistas de The New Yorker, The Spectator, The Independent y The Guardian para decir lo que se atreven a decir, sobre todo el de este último que nada menos anuncia que “Quizá nos hallemos ante la más importante empresa literaria de nuestro tiempo”. Ahí es nada.
Y por último decirle a Zadie Smith, de la que no he leído nada, que si “necesito el próximo volumen de este autor como una dosis de crack”, mejor que no lea a R. Carver, por ejemplo. Podría morir de sobredosis.
Y si hay alguien que equipare a Marcel Proust con este autor que sepa que directamente lo denunciaré en la Comisaria de Policía más próxima.
¡Qué tiempos estos, lo que hay que hacer para vender!

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