Concluyo con esta narración la trilogía “Crónicas del desamor” de Elena Ferrante y
concluyo pensando que el anonimato de Elena Ferrante es muy explicable si
tenemos en cuenta en qué tipo de sociedad vivimos y el morbo popular que
despertaría enfrentarse al autor o autora de estas historias. Cuántas cábalas
se harían sobre si es o no autobiográfico lo que cuenta y qué miradas escudriñadoras se lanzarían sobre
ella/él cuando con la cabeza inclinada firmara libros. Nada que ver con la
literatura, desde luego.
Otra conclusión a la que llego acabadas esta crónicas, es
que la literatura de Ferrante sería buena como preventiva de la depresión, por
eso de ver salir, hacia adelante o hacia
atrás, pero salir, a personajes peor que al límite, pero mortal si ya se está
en la depresión. Porque esta narrativa actuaría como último empujón hacía el
abismo.
Como en las otras dos historias de la trilogía, también aquí
la frase de Elena Ferrante se mueve en la realidad como un cuchillo en la
mantequilla. Entra suavemente y nada la puede parar. Es como un cicerone
obligado a enseñarte un museo que por un lado atemoriza pero por otro no tiene
vuelta atrás y que, contra tú voluntad,
se te va incrustando como si fueses tierra en barbecho dispuesta para la
siembra.
La intensidad de lo narrado combinado con la sencillez de la
frase producen un combinado seco, cargado de vida, que no se te sube a la
cabeza pero que te deja el corazón baldado.
Se inicia con la información de una mujer divorciada, que
acaba de despedirse de sus hijas ya adultas que se han ido a Canadá con su
padre. Sola, en Italia, decide irse a la costa. A pasar unas semanas. Allí
conoce a una familia de lo más típica, bullanguera, con sus desavenencias y sus
servidumbres. Una familia que la protagonista utiliza para mirarse como si
fuese un espejo. Y vamos sabiendo como quien no quiere la cosa, que nuestra
divorciada solitaria se fue de casa y abandonó a su marido e hijas durante tres
años, cuando las niñas eran pequeñas, en los que se dedicó a vivir la vida que
no podía esquivar. Que se queda con una muñeca perdida de una de las niñas de
la familia intentando emular no sabe qué tipo de tarea incumplida, mientras la
familia reparte pasquines por la zona con la foto de la muñeca y maldice al que
la haya robado, pues la niña sufre y amenaza con una regresión en su desarrollo
personal. Lo que no la convence para su devolución. Todo ello narrado como se
podría narrar una puesta de sol.
Un personaje de estas características, como no podía ser de
otra manera, acostumbrado a vivir a la intemperie emocional despierta odios y curiosidades, pero no
amores. El amor necesita de un encubrimiento del que nuestra protagonista fue
despojada en la infancia por una madre arisca y fría, de ahí la hija oscura que
ya no podrá ser otra cosa, que cuando ama abrasa y cuando no lo hace hiela,
pero que en ambos casos quema.
Al final da igual la ciudad que el campo, o en este caso la
costa, pues la protagonista no puede deshacerse del pasado que la conformó y ha
de aceptar que éste será para siempre su presente y su futuro. Por eso cuando
regresando a la ciudad, al habla con sus hijas que la llaman desde Canadá, es preguntada por
su estado, contesta,
-Estoy muerta, pero me encuentro bien.
Frase con la que acaba la narración. Que quede claro.
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