Factory
Girl es una película notable por varios motivos, unos, buscados por el
director, y otros, llovidos del cielo de los derechos de autor, que es un cielo
que existe en el mundo de las demandas, y la falta de acuerdo entre lo que pasó
y dejó de pasar en la época en que se ubica la historia que narra el film.
Estos motivos confirman una película un tanto
“jeminguayana”, en la que las ausencias y los huecos conforman un atractivo más
de la misma.
Factory Girl es la historia de una niña rica,
proveniente de un hogar nuevo-rico, gracias al petróleo que aparece en el rancho
familiar, que huyendo de una relación conflictiva con un padre autoritario,
reaccionario e incestuoso, una perla, y de la pérdida traumática de dos de sus
hermanos, son ocho, se presenta en la Nueva York incandescente de los años
sesenta. Con ínfulas artísticas de calado casi epidérmico se mueve por la
ciudad, provocando y luchando por su momento de gloria.
El primer encontronazo lo tiene con Andy
Warhol, estupenda la interpretación de Guy Pearce, claro que en su “debe” está
el hecho de que es fácil interpretar a un personaje artificioso de por sí,
lleno de clichés y de lo que hoy se llama postureo. Pero luce ajustado y muy
equilibrado a pesar de que la figura de este falsario del arte del siglo XX
facilitaba mucho el histrionismo.
Los sueños de esta nueva rica convertían su
figura para Andy Warhol en prácticamente materia con la que trabajar. Y con la
materia ya se sabe lo que se hace: Se va usando y manipulando hasta que ya no
sirve y uno se procura otra.
Deslumbrados los dos por el mundo social de
la gran manzana, se sumergen en su magma y provocan, escandalizan y llaman la
atención hasta la saciedad. Andy, cerebral y consciente de su mediocridad,
mantiene la calma, mientras Edie Segwick va consumiéndose poco a poco.
En esos momentos aparece en la película el
otro gran personaje sobre el que gravitó la experiencia neoyorquina de la
protagonista del film. Un personaje que se dedica a la música, que ni tiene
nombre ni podemos oír nada de lo que
toca. Y que sin embargo será sin ninguna duda uno de los dos o tres
músicos que con el tiempo trascenderá el siglo XX para convertirse en un músico
eterno, que además ha sido varias veces candidato al Premio Nobel de
literatura. Me estoy refiriendo a Bob Dylan. La interpretación de este
personaje no sé si es detestable, llena de poses falsas, artificiosas y
tópicas, por la falta de talento del actor o porque el director le dijo: Tienes
que interpretarlo como si fuese pero no siendo que parezca pero que no parezca,
en fin, que si nos cae una demanda no cobras. Y claro, así salió lo que salió.
No cuesta nada imaginarse, no me he
documentado, que cuando llegó el momento de consultar con Bob Dylan el proyecto,
éste quiso supervisar el guion, cobrar derechos de autor, quizás darle más
relevancia a su personaje…o vaya usted a saber. El hecho es que no hubo acuerdo
y el personaje aparece en la película de una manera que, a posteriori, a mi me parece
muy sugerente, aunque se corra el peligro de que quien no esté al tanto de la
figura de Bob Dylan se pierda todo el encanto de la situación.
Entre estos dos personajes, que representan
los dos polos artísticos de siempre, el uno, temporal, superficial y muy en
contacto con el momento, efímero, directo y de mal envejecer, y el otro,
profundo, sincero, sustancioso, misterioso, enigmático e imperecedero, nuestra
niña rica arde y se consume. Para uno llega a ser inservible y para el otro no
deja de ser una cara bonita. Ella que podía ser cualquiera de nosotros.
En fin, un film que tiene un ritmo sincopado
que adquiere carácter de documental a base de ese juego muy acertado de
intercalar momentos que quieren ser históricos con momentos que reflejan la
vida personal de la protagonista.
Sienna Miller elabora un papel muy ajustado, sin dejarse
llevar por el extremismo del mismo, conjugando muy bien el ansia de
reconocimiento de un ser vanidoso y falto de talento con la inocencia y el encanto
de una niña ilusionada de la USA rural.
George Hickenlooper crea un buen pastel en el
que los imponderables de los derechos de autor, sin proponérselo, son la
guinda. Claro, que para eso hay que leer un poco sobre la época y lo que Bob
Dylan supuso en ella. Pero esa es otra historia.
Recomendable si somos capaces de imaginar lo que
hubiera sido del film con una interpretación de Bob Dylan sin tapujos y
evasivas, y una banda sonora sustentada en su música.
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