Hay vidas de personas que te
cortan el aliento. Y si no, juzguen.
Estamos en 1862, Londres, época
victoriana. Con todo lo que eso significa para la libertad y autonomía de las
mujeres.
Nace Mary Kingsley cuatro días
después de la boda apresurada entre su padre y una sirvienta de la casa de sus
abuelos paternos. Más tarde nace su hermano y su madre se queda inválida. Como
su padre se dedica a viajar por el mundo recogiendo datos para sus estudios
sobre culturas indígenas ella debe cuidar de su madre y de su hermano.
Adora a su padre y para ayudarlo,
aprende a leer, escribir, latín, química y todo lo necesario con el fin de
ordenar y clasificar la cantidad de notas y materiales que su padre trae de sus
viajes. Hasta los treinta años, ésta es su vida.
Con esa edad, su padre fallece
de unas fiebres reumáticas, poco después lo hace su madre y su hermano, mayor
de edad, anda por Oriente. Es el momento de echar a volar. Lo hace.
Le quedan ochos años de vida.
Ocho años que dedicó a viajar por África de una manera y un modo que aún hoy se
puede calificar de suicida.
Esta edición recoge sólo una
antología de lo que vio y vivió en esos viajes que hizo por la zona comprendida
entre el Níger y el Congo, la zona llamada Golfo de Guinea, donde se sitúa la
isla de Fernando Poo. Una parte de África que en aquellos momentos ya sufría el
arrasamiento y la rapacería de casi todos los países de Europa.
No acierto a decir, ni tan
siquiera por aproximación, que porcentaje de europeos se acercaban al
continente africano con otro objetivo diferente del de esquilmarlo pero Mary Kingsley fue uno de ellos. Con una prosa
a veces coloquial pero siempre directa y sentida una mujer, sola, nos va
contando cómo le va en sus desplazamientos por ciénagas, manglares, bosques
interminables, tribus con afición a la antropofagia, acompañada muchas veces
por aborígenes de dudosas intenciones y que al final se rinden a su intrepidez
hasta tal punto que lo definen como hombre en su tratamiento y a la hora de
describirla, pasa a ser “mister” en vez de “lady”, lo cual da una idea del
mundo indígena en cuanto a su conformación e imaginario social.
Son enormemente valiosos e
interesantes los capítulos que podríamos llamar antropológicos, dedicados al
mundo de los espíritus. Como el alma africana, al menos el de esa zona,
conforma su propia religión para explicarse su existencia. Los apuntes de Mary
Kingsley en cuanto a la armonía que estos pueblos buscan con su entorno hasta
el punto de adjudicarle almas a las cosas es especialmente enriquecedor para un
occidental acostumbrado a servirse sin orden ni concierto de todo lo que le
rodea, a veces incluso de semejantes.
Esto le lleva a la dicotomía de
cómo valorar a unos pueblos que se comen unos a otros pero que por otro lado
contemplan el entorno sin sentirse los reyes de ninguna creación. Mary Kingsley
es muy explícita en este dilema. Lo zanja con frases como estas: “Antes
prefiero a un caníbal que a un predicador” o esta, aún más comprometedora y directa:
“Lo peor que le puede pasar a un africano es que alguien llegue y le diga,
venga, voy a civilizarte, voy a llevarte a la escuela, voy a enseñarte
religión”.
Mary Kingsley, uno de esos seres
humanos que trascendió la corriente colonizadora del mundo occidental del siglo
XIX, miró la vida con la simpleza y fascinación de cualquier animal irracional
y que por eso no causo dolor y sufrimiento si no que miro a su alrededor
incesantemente buscando ya que no la explicación de todo ello al menos la
comprensión.
Murió cuando ejercía de enfermera
voluntaria cuidando de prisioneros en la guerra de los Boers. Fue sepultada en
el mar según sus deseos. Tenía 38 años.
Mary Kingsley, como las setas
comestibles, es difícil de ver entre tanta seta venenosa en el bosque de la
vida.
Sus libros de viajes son fáciles
de encontrar en cualquier librería o biblioteca de España.
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